Ante las voces que empiezan a oírse sobre la que podría denominarse “cara B” del turismo, nos ha venido a la memoria la película protagonizada por Paco Martínez Soria bajo el título de “El turismo es un gran invento”.
A finales de los años sesenta del siglo pasado, el desarrollismo impulsado por el gobierno se basaba, en gran medida, en el auge de los servicios y del sector turístico. Entre lo picaresco y lo chabacano, la película citada transmitía solapadamente al espectador inteligente la crítica que no podía hacerse abiertamente.
Ahora se puede llamar a las cosas por su nombre y esperamos que, al alertar sobre los riesgos del turismo como principal dinamizador de nuestros pueblos, no se nos tache de “enemigos del pueblo”, como al protagonista del drama de Henrik Ibsen, cuya casa fue apedreada por denunciar que las aguas del balneario local estaban contaminadas.
No somos contrarios a la existencia del turismo en esta tierra nuestra, esquilmada por la despoblación; pero sí a echarnos en brazos de su promoción incuestionada, que comportaría, más pronto que tarde, una incidencia negativa sobre el medio ambiente y el tejido rural, lo cual, además de matar la gallina, devaluaría sus huevos de oro.
Nuestros pueblos necesitan los mejores servicios posibles, dentro de las exigencias de un desarrollo sostenible, tanto desde el punto de vista ecológico como humano. Pero la lucha contra la España vaciada no puede confundirse con la pretensión de convertir nuestros pueblos en ciudades en miniatura, donde se disponga de todas las ventajas de la ciudad sin los agobios que ésta produce.
Es imprescindible mantener vivo el modelo de relaciones humanas, de comunión con la tierra, de tradiciones sociales, religiosas y culturales, que constituyen la esencia de lo rural. Sin las personas y su modo peculiar de vida, nuestros pueblos terminarán siendo un desierto demográfico, aunque los turistas los desborden algunos fines de semana.