En una época en la que la ‘Nueva Normalidad’ amenaza con el cierre a los pequeños comercios, los artesanos se mantienen fieles a su oficio. Todos ellos reconocen que es complicado mantener este tipo de trabajos: cada vez hay menos relevo generacional y tampoco hay cursos o talleres para mantenerlos vivos, por lo que morirán cuando el actual artesano se jubile. Sin embargo, estos oficios perdidos siempre tienen faena. Aunque estén en peligro de extinción, los clientes siguen acudiendo a su cita con el zapatero, cestero, encuadernador o tapicero, entre muchos otros.
Familia de cesteros
Con 14 años el padre de Joaquín Fumanal comenzó a trabajar la cestería. Cuatro años después se estableció por su cuenta. Y 70 años más tarde, sus hijos regentan la cestería ‘La Moderna’ en el paseo del Coso de Barbastro y continúan manejando mimbre, anea y todo tipo de fibra vegetal. María José y Joaquín lo aprendieron desde bien pequeños. «En casa todos lo teníamos claro. Desde pequeños nos han enseñado el oficio y que las cosas requieren su esfuerzo y trabajo», indica el hijo.
Uno de los primeros recuerdos que tiene es en una feria artesanal en Belver de Cinca. «Iba de mala gana y rebotado. Por aquel entonces hacíamos unas cestas de comunión con un material suave. Me puse a hacerlas y triunfé. Se acercaron un montón de críos haciendo un corro a mi lado. Fue algo que me marcó», explica.
Asegura que «trabajo y encargos hay siempre porque mucha gente necesita cosas especiales para sitios especiales», aunque la cantidad no es como antes. «Para sobrevivir nos tenemos que ayudar de todo lo que hay en la tienda. Haciendo honor a nuestro nombre, siempre hemos intentado adaptarnos a las necesidades. Esto no se trata solo de cestas o caracoleras, desde hace mucho tiempo hacemos sillones, estanterías, cajones, leñeros o roperos», enumera.
Señala que el cestero tuvo «un florecimiento tremendo» hasta los años 80 y 90, cuando se llevaron la producción a China. Muchos materiales venían del país oriental y cerraron las fronteras a la exportación. Por otra parte, el plástico también tuvo su papel desbancando al mimbre. «La plantación de mimbre ha ido disminuyendo. El de España es de lo mejor del mundo. El problema es que si queremos comprarlo aquí, tenemos que pagarlo al mismo precio que Alemania o Francia y sale muy caro», indica el artesano.
Por último, lamenta que contratar aprendices «es imposible» y por ello es uno de los oficios perdidos. «Estuvimos mirando para contratar a nuestro sobrino y nos teníamos que gastar 1.200 euros al mes para estar metiendo material en el taller. Así no se puede, es imposible», concluye.
“Aquí siempre hay faena”
David Lanaspa aprendió el oficio de zapatero porque se le presentó la oportunidad después de un cambio de trabajo. No la desaprovechó y continuó con el legado de una cuarta generación de zapateros de Barbastro. David termina de pegar la suela a un zapato y explica que no solo realiza trabajos para los vecinos de Barbastro, sino que depende de casi toda la zona oriental.
Por ello, reconoce que la pandemia ha sido un duro golpe: «Tengo encargos de gente de Benasque, Aínsa, Boltaña o Plan. Estas personas, con la pandemia, no han podido bajar y se ha frenado el volumen de trabajo. Ahora parece que se va recuperando, aquí siempre hay faena, pero porque ya que bajan a Barbastro, aprovechan y realizan otras necesidades como ir al médico o supermercado».
En cuanto a la pérdida del oficio del zapatero lo tiene claro. «Porque se ha instalado un consumismo de usar y tirar. Pero no solamente en esto, en todo. Antes los zapatos te duraban años y tenías pocos, uno para la semana y otro para el fin de semana y se estiraban al máximo. Todavía viene gente mayor con unos zapatos apurados al límite», explica. Por otra parte, no hay aprendices, término que se perdió hace mucho tiempo, «porque este no es un trabajo atractivo». «Además, somos autónomos y cada vez te aprietan más con impuestos y cuotas. Te quitan las ganas. No es un oficio que llame la atención pero, sin embargo, es muy útil. No solo arreglamos zapatos, vendemos plantillas y materiales para cuidarlos», indica el zapatero.
Encendiendo la máquina para pulir las suelas de los zapatos, asegura que hay quien «se lleva las manos a la cabeza» cuando escucha el precio de la reparación, «pero es que las cosas tienen un precio porque hay que saber hacerlo». El trabajo no cesa para este zapatero que aboga por una enseñanza de estos oficios casi perdidos, «como en Galicia; ahí han puesto una escuela de zapatería y conozco varios que han ido ahí para reinventarse».
La pasión por las albarcas de Graus
La pasión y la afición de Vicente Colomina por las albarcas le llevó a abrir un negocio dedicado a ello en el año 2003. Decidió recuperar un oficio casi perdido en Graus. De hecho, es el último artesano de albarcas que queda en Aragón. Un calzado que usa el caucho como principal material y, antaño, ayudaba a las personas a protegerse del frío y los duros terrenos por los que caminaban.
«Aprendí por las ganas de que no se perdiera en la zona y se convierties en uno de los oficios perdidos. Averigüé de gente y vecinos que sabían hacer las albarcas y un par de señores me enseñaron. Haciendo muchas pruebas me especialicé en las de Graus», indica el artesano.
La albarca en España se ha elaborado principalmente con cuero crudo. No obstante, en la Ribagorza se confecciona con caucho, procedente de la suela de los neumáticos. Esto se debe a la proliferación de vehículos modernos en la primera mitad del siglo XX. Este tipo de calzado cubre totalmente la suela del pie y cuenta con una pieza en el talón que se cierra con otra tira por encima del empeine, sujetada con una hebilla.
Actualmente, la albarca está ligada, sobre todo, a la indumentaria en trajes regionales como complemento. En ese sentido, Vicente ha notado el gran impacto de la pandemia. «Han bajado las ventas y los recados porque no se han hecho ferias y han prohibido las fiestas patronales. Todo se ha parado, pero yo aun así voy haciendo albarcas», indica.
Por último, asegura que las grandes industrias o los centros comerciales no han sido problema, sino la complejidad para comprar el material. Los neumáticos ahora van al desguace y no salen de ahí. «Lo que yo hago no es nada sintético, solo cojo la rueda del coche», concluye.
Encuadernaciones dirección Barcelona
Francisco Javier Torres trabajaba en el hospital como celador. Pero su afición siempre han sido las manualidades. Se enteró de que un señor en Monzón enseñaba cómo encuadernar y bajaba dos o tres días a la semana desde Barbastro. «Me gustó tanto que al año siguiente iba cada tarde. Él no me animaba mucho a seguir con esto, porque decía que para vivir es muy complicado porque era uno de los oficios perdidos. Pero yo me eché para delante y monté mi propio taller empezando de cero», explica el encuadernador.
Al lado de una gran colección de pieles para portadas, explica que, desde la apertura de su local en 1991 hasta hoy, el volumen de recados ha variado mucho. Pero como todo negocio, los inicios son duros: «Empecé de lleno con las encuadernaciones pero posteriormente me puse con restauraciones y trabajos más delicados». No solo realiza trabajos para la zona de Barbastro, sino que también envía libros y otros encargos a Barcelona y alrededores, entre otros. De hecho, ahora se encuentra «de lleno» encuadernando unos libros para el centro de la UNED.
Pocos conocen a una persona que se dedique íntegramente a encuadernar libros porque requiere «tiempo y paciencia». «Es normal que este oficio tienda a perderse. Ahora se hacen encuadernaciones industriales porque las grandes empresas te hacen grandes tiradas de libros en menos tiempo», señala. Francisco Javier tiene la carta de artesano desde hace 30 años y, excepto la guillotina, todos los utensilios que posee en su taller son artesanales. «Cada vez son menos los talleres que hay, muchos se jubilan ya. Esto que hago es especial porque monto las tapas con mis propias manos y fundo el pan de oro», indica.
Diseño, costura y corte
Raúl Sallán es tapicero y aprendió el oficio por su familia, se ha criado con ello, dice. A pesar de esto, no tenía claro dedicarse completamente a la tapicería y por eso empezó los estudios para administrativo. Sin embargo, dejó los libros para dedicarse de forma íntegra al negocio familiar.
Las tapicerías no solo trabajan los muebles. «El volumen de trabajo es regular y constante. Reparamos mucho y de todo. Desde sofás y sillones hasta sillas de bebés para coches, toldos y cortinas. La tapicería tiene un mercado bastante plano», asegura Raúl.
En su caso, cree que los centros comerciales han sido los grandes causantes de que, hoy, el tapicero sea un oficio perdido o en peligro de extinción. «Los materiales que nosotros arreglamos, es muy barato encontrarlos en cualquier gran tienda o centro comercial. Pero no es lo mismo, ni el material ni nada. Poco a poco el oficio se va perdiendo por la inercia. Y aprender esto es complicado», señala el tapicero mientras pliega y mide una tela.
Reconoce que es complicado mantener este tipo de oficios porque cada vez hay menos relevo generacional y menos cursos para mantenerlos vivos, que morirán y acabarán perdidos cuando el actual artesano se jubile. Apunta Raúl que para dedicarse a la tapicería, al final, «debes saber un poco de todo. De diseño, de costura, de cómo cortar. La riqueza de este oficio es que se tocan muchas materias en un solo trabajo».
Una escuela de pastoreo en el valle de Plan
Crear una escuela de pastoreo en San Juan de Plan para formar a jóvenes. Ese fue el propósito hace unos años de Roberto Serrano, alcalde de San Juan de Plan, y que ahora es una realidad. El curso de iniciación, que consta de una parte teórica y otra de prácticas, ha comenzado en septiembre y terminará el 22 de octubre. Tras esta iniciación, y si cumplen con las expectativas, para febrero tienen la intención de abrir el curso «grande». La formación por la que apuestan desde esta escuela para pastores es «certificada». Esto quiere decir que incluirá, dentro de las 850 horas de la formación, un certificado de profesionalidad.
«Está claro que lo que entendemos por oficios tradicionales están perdidos. Cada trabajo se debe a la sociedad que lo demanda. En función de esa demanda, han caído un montón de oficios porque los tiempos van por otro sitio», asegura Serrano. El problema, añade, es que «no podemos mantener los oficios de forma artificial. Para que esos oficios existan deben tener un sentido. El sentido se lo da el que su trabajo tenga una demanda; y ahí está el reto. De lo contrario, estaremos haciendo oficios en el recuerdo u oficios para una vez al año, pero no tendrá una función».
El reto, claro está, pasa por «educar a la sociedad para que entienda que es un trabajo necesario y que tienen que demandar la mano de obra de esos profesionales». Y aquí aparece un nuevo factor para Serrano: la sociedad rural. «Ahora mismo está totalmente cuestionada. ¿Eso se soluciona trayendo gente a los pueblos? Es posible. Pero si estos siguen sin tener demanda tampoco lo habremos conseguido», concluye el alcalde de San Juan de Plan.