Han pasado quince días del viaje que llevó al papa Francisco a Budapest y Eslovaquia.
Fue «un viaje espiritual», que comenzó con la adoración de la Eucaristía, clausurando el Congreso Eucarístico Internacional en Budapest, y concluyó con la oración ante la Virgen de los Siete Dolores, patrona de Eslovaquia, que no ha dejado de velar por las tierras eslavas heridas por el totalitarismo.
También ha sido un viaje al «corazón de Europa», dada la decisiva aportación del talante eslavo, desde los albores de la Edad Media, a la construcción de lo que hoy es Europa.
En este contexto, adquieren particular interés las palabras del Pontífice cuando advierte el riesgo de que Europa sea sólo «una oficina de gestión».
Así respondió al periodista en el avión de regreso a Roma: «En general, Europa –siempre lo digo– debe retomar los sueños de sus padres fundadores. La Unión Europea no es una reunión para hacer cosas, hay un espíritu detrás de la UE que soñaron Schumann, Adenauer, De Gasperi. Existe el peligro de que sea sólo una oficina de gestión, y esto no es bueno, tiene que ir directamente a la mística, buscar las raíces de Europa y llevarlas adelante».
Me ha sorprendido la coincidencia de esta advertencia del papa Francisco con la crítica de la UE, que Adela Cortina (catedrática de ética y filosofía política en la Universidad de Valencia por más señas) hacía en un artículo publicado en El País en 2013.
Escribía entonces la profesora: «Sabemos desde hace tiempo que lo racional no es buscar el máximo beneficio de forma egoísta, caiga quien caiga, sino tener la inteligencia suficiente como para cooperar desde una base de cohesión social. Que acertaban los viejos anarquistas al asegurar que es la ayuda mutua la que beneficia a las especies y no la despiadada competencia, que es más inteligente generar aliados que adversarios, amigos que enemigos».
La Unión Europea, los países que la conforman y los ciudadanos que los habitamos acabamos de recibir un nuevo toque de atención.
No podemos seguir construyendo la vida común únicamente desde la perspectiva utilitaria del dinero que nos viene de Bruselas o de la expectativa del veto de la Comisión Europea a nuestras «genialidades», como si fuera el «primo de Zumosol», sino desde una mística que cree unidad supranacional y sea capaz de conjurar de una vez por todas los enfrentamientos que dieron origen a las dos guerras mundiales, a los horrores del holocausto y a la insensatez del totalitarismo.
Y para lograrlo hace falta el hálito espiritual de un alma, no sólo el cálculo interesado de una conveniencia coyuntural.