Un amigo me ha incitado a leer la entrevista a un autor noruego del que no tenía ni idea, Erik Varden, de cuarenta y siete años, que ha sido monje trapense y ahora es obispo católico de Trondheim.
Es doctor por la Universidad de Cambridge y posee una exquisita formación académica y cultural. Su personalidad resulta particularmente atractiva porque, hijo de padres agnósticos y protagonista de un ateísmo agresivo durante su adolescencia, vivió su primer encuentro con Dios cuando tenía quince años mientras escuchaba los versos: «No naciste en vano / no has vivido, sufrido, en vano. / Te levantarás y vivirás», cantados por el coro en la Sinfonía nº 2, Resurrección, de Gustav Mahler.
«Fue como si mi corazón se abriera de repente a una certeza casi instintiva de que Dios realmente existe», dice. Al día siguiente esa certeza seguía presente y le impulsó a profundizar lo que había vivido.
En su conversión, además de la belleza, tuvo que ver el contacto con el sufrimiento (el encuentro que tuvo de niño con un hombre torturado durante la II Guerra Mundial).
Estudió teología en la Universidad de Cambridge, frecuentó la misa los domingos en una iglesia anglicana, hasta que descubrió que los monasterios de las novelas de Herman Hesse todavía existían.
Después de un retiro en la abadía de Caldey Varden, decidió convertirse al catolicismo. En su encuentro con Dios influyeron el amor y la belleza, como él mismo reconoce: «Tuve la bendición de nacer en una familia llena de amor (…) la proclamación cristiana me llegó a través del arte».
La densidad de esta larga entrevista me aparta la tentación de resumirla. Sólo exhumaré dos frases que me han parecido extraordinariamente lúcidas y necesarias en el momento presente.
Cuando le preguntan por la «novolatría» (idolatría de lo nuevo) y por la pérdida de «la memoria del bien», Erik responde: «Vivir dentro de la tensión ‘creativa’ entre lo antiguo y lo nuevo presupone un sentido de gratitud por lo que me ha sido entregado y, al mismo tiempo, un sentido de responsabilidad: dos cualidades que se están erosionando en el mundo que habitamos, ese mismo mundo que hemos ayudado a construir. Por eso haríamos bien en cultivarlas».
«Yo llamaría a este ‘olvido del bien’ suicidio. Cuando estuve obsesionado por la magnitud del mal en el mundo, un monje sabio, que supo escucharme con paciencia admirable, me dijo con mucha calma: ‘Nunca te dejes fascinar por el mal’».