El sondeo realizado por este periódico acerca de la última temporada turística en nuestra zona ha revelado un elemento disonante con la esperada y celebrada recuperación del sector tras la pandemia: es el cambio climático.

Hosteleros, técnicos, empresas de turismo activo… han constatado su influencia en los movimientos de los visitantes. Tan sencillo como esto: comen menos personas en los restaurantes porque nadie quiere hacerlo en una terraza a cuarenta grados, y las plazas en el interior acondicionado son más limitadas. Son menos también los que se apuntan a las excursiones, y cuando se deciden es mirando el termómetro.

Seguramente a estos profesionales le ha pasado lo que a tantos que han ignorado esta situación hasta que le han visto las orejas al lobo. En parte es comprensible porque el tándem España-turismo parecía incontestable, y es difícil aceptar la paradoja de que sea su oferta estrella – el clima– la que lo pueda hacer tambalear.

Pero la industria turística sabe, por las emisiones de CO2 en aumento progresivo que genera, que no es sólo una víctima sino un actor más de esta grave situación. Sus organismos internacionales llevan años advirtiendo de ello y de que su adaptación a las circunstancias no puede limitarse a idear o modificar sus ofertas o destinos en función del confort del cliente; necesita en primer lugar un planteamiento más sostenible.

En el medio rural, pasaría ello por preguntarse de paso si se apostó más de la cuenta a la carta del turismo, y a otras que pueden ser, al cabo, ni siquiera pan para hoy pero seguro hambre para mañana. Lo que nos han dicho los expertos en suelo reunidos hace unas semanas en Huesca pone los pelos de punta. Sus estudios les hacen inferir que nuestra provincia va hacia una desertificación causada por el abuso de la ganadería intensiva, la sobreexplotación de acuíferos y la falta de masa forestal, entre otras causas… ¿Qué bajada de cañones podremos ofrecer entonces?