Gracias a las plataformas digitales he podido visionar de nuevo la magnífica película Troya, del director Wolfgang Petersen, protagonizada por Brad Pitt en el papel del invencible guerrero Aquiles, la bella Diane Kruger como Helena de Esparta, y el amante de esta, Paris, interpretado por Orlando Bloom.
La historia contada por Homero en La Ilíada no es solo el relato de un amor adúltero –que le costaría a la imbatible Troya su destrucción– sino la tragedia de una guerra absurda impulsada por la ambición de un hombre tiránico –Agamenón– que dice defender el honor de su familia –su ultrajado hermano Menelao– cuando lo que en realidad pretende es ganar poder y más territorios –Troya– donde ejercerlo.
Esta de los griegos es la más antigua de las batallas contadas, pero es igual que todas las malditas guerras donde mueren los hombres a millares, las madres pierden a sus hijos mientras los tiranos miran el campo de batalla desde lejos para ver de qué lado se inclina la balanza, viendo correr ríos de sangre a sus pies. Esa batalla tan inútil y cruenta se reproduce desde que el hombre es hombre y ya parece un dejà vu, una maldición de la especie humana. No hemos sido capaces de crear una civilización y una cultura que nos libre de este jinete del Apocalipsis, la guerra.
Es duro reconocerlo, pero la guerra ha sido una constante desde hace miles de años, seguramente millones. En Europa la hemos sufrido repetidamente en todos los siglos y en particular en el último, aunque durante unos pocos años, apenas un respiro en el tiempo, hemos vivido sin conocerla. Ahora ha vuelto. La misma guerra cainita de Troya está de nuevo entre nosotros, en realidad como siempre fue de injusta: a cuenta de pretender la sumisión de territorios que se consideran con el derecho de ser soberanos e independientes.
La de Ucrania y Rusia es prácticamente una guerra civil; sus nacionales comparten demasiadas cosas como para no considerarla una lucha fratricida. Pero Ucrania también tiene un alma europea, y desde luego el anhelo de no sentir cada día el abrazo de su gran oso vecino. La época de Stalin fue muy costosa en vidas injustamente sacrificadas, lo mismo en Rusia que en Ucrania, pero en esta última república aún recuerdan la muerte de millones de sus padres y abuelos por una hambruna atroz provocada por Moscú… Y ahora Europa entera se encuentra involucrada en un conflicto bélico mayor y sabe que no puede evitarlo.
Las bombas no sobrevuelan los cielos de París, Berlín o Madrid, pero de esa terrible posibilidad se habla con nerviosismo en la prensa y los medios sin que nadie crea que es alarmismo inútil. La movilización reciente del ejército ruso parece un indicio claro de que no hay perspectivas de un arreglo inmediato.
La huida masiva de ciudadanos rusos es la confirmación de que en aquel país no hay expectativas de una solución negociada, mientras algunos países de la Unión Europea se disponen a entrenar tropas ucranianas en sus territorios. Mala señal para el inmediato futuro.
Sin embargo, no se ve a quién puede beneficiar la continuación de una situación tan inestable y peligrosa, que no sea a los fabricantes de armas, drones, barcos y aviones y de guerra. Desde luego no beneficia a China, país cuya prosperidad depende del comercio exterior mundial; no beneficia a Europa, que puede quedarse sin combustibles y además entrar en una larga recesión (aparte de sufrir el mismo riesgo de guerra). Y no beneficia a las élites de Rusia, que de momento se están arruinando en tanto que el país pierde miles de combatientes y corre un enorme riesgo político.
Entonces, ¿a quién conviene prolongar la guerra? En la respuesta a esta pregunta puede estar la solución a un conflicto que nos preocupa –y mucho– a todos. Entretanto, les recomiendo que vuelvan a ver Troya, una de las últimas grandes películas (2004) hecha con los más creativos efectos visuales de la historia del cine.
No fue fácil enfrentar en la pantalla a los 25.000 soldados troyanos del rey Príamo –nada menos que un Peter O’Toole en total estado de gracia– y los 50.000 de Esparta. Como escribió en su día una buena crítica de cine, Olalla Cernuda: “La película salpica sangre hasta las butacas”. (Pero de momento solo es salsa de tomate). Véanla, vale la pena.