Las prohibiciones impuestas por los clérigos talibanes afectaban a la totalidad de la vida social y de todos los afganos, tanto hombres como mujeres. Se les prohibía, por ejemplo, escuchar música, ver películas y videos, frecuentar restaurantes, viajar en transporte público sin separación de sexos, publicar imágenes de mujeres en revistas y publicaciones, adoptar nombres y denominaciones personales no islámicos, vestir ropas de colores vistosos, tomar fotos a mujeres aunque estuvieran cubiertas por el burka, o la prohibición a los sastres varones de tomar medidas a las mujeres para confeccionar sus burkas.
La naturaleza coactiva de la Sharía, en versión talibán, se trasladaba a El Hadd, auténtico Código Penal, que establecía las penas si se incumplía la Sharía islámica. Entre ellas: la lapidación pública de la mujer, el ahorcamiento público de varones, la amputación de manos a los ladrones, la flagelación de los homosexuales, la vejación verbal de los infractores de cualesquiera normas por nimias que fueren, las palizas públicas y la pena de muerte contra quienes abrazaran una religión distinta a la del Islam o invitasen a otros a una conversión.
El Derecho internacional, consciente de la barbarie contra la mujer, trata de protegerla. Así la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, califica y declara esta discriminación como «fundamentalmente injusta y constituye una ofensa a la dignidad humana». Insta a todos los Estados firmantes de este instrumento a promover para las mujeres la igualdad ante la ley, la educación pública como antídoto contra los prejuicios culturales, el derecho al sufragio y a ocupar cargos públicos, al cambio de nacionalidad, el derecho al divorcio, la prohibición del matrimonio de niñas, la igualdad en el castigo penal entre hombres y mujeres, la eliminación de la trata y la prostitución, el derecho a la educación en todos sus niveles y la igualdad de derechos laborales, así como la remuneración en situación de baja por maternidad.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas desde el año 2000 considera a las mujeres no sólo víctimas preferenciales en los conflictos armados por medio de la violencia sexual principalmente, sino por su papel indispensable en la resolución de los mismos. Y subraya la responsabilidad de todos los Estados de poner fin a la impunidad y de enjuiciar a los culpables de crímenes relacionados con la violencia sexual y de otro tipo contra las mujeres y las niñas.
En Afganistán ser mujer es un drama. El gobierno afgano firmó, en el año 2003, la citada convención. En 2004 aprobó la nueva Constitución del país estableciendo las bases para el desarrollo de una legislación acorde con los principios de dicha Convención Internacional. En 2008, implementó el Plan Nacional para las mujeres de Afganistán. En 2009, promulgó la Ley para la eliminación de la violencia contra las mujeres, encargando a los Ministerios de Justicia y Asuntos de la Mujer su estricto cumplimiento. En especial, criminalizó los actos de violencia contra la mujer, la violación, los matrimonios forzados y, en particular, los contraídos con niñas menores de 18 años, así como la entrega de mujeres y niñas como pago y rescate en procesos civiles entre partes en conflicto («baad»).
En el año 2020, Naciones Unidas, abrió y promovió una investigación al gobierno afgano al objeto de conocer el grado de cumplimiento de la repetida convención: 3.658.980 niñas habían sido escolarizadas (el 38%); el 27´49% del total de funcionarios eran mujeres; el 27% de los parlamentarios eran mujeres; y entre 2013 y 2017, se habían interpuesto ante la Justicia 26.531 casos de violencia contra las mujeres.
El informe igualmente constató que en 2020 se aprobó un proyecto de ley sobre reformas entre las que se encontraba la supresión y prohibición del «baad» (solución de controversias civiles mediante la entrega de mujeres y niñas), prohibición de las pruebas de virginidad previas al matrimonio y prohibición de los matrimonios forzados, así como los matrimonios infantiles de niñas menores de 18 años. En relación a la violencia contra la mujer: entre 2018-2019, y tras las oportunas denuncias ante los tribunales de justicia, 98 hombres fueron condenados por hechos y violencia ejercida en el seno de la familia por varones de entre 25 y 48 años; la Fiscalía implantó un sistema de registro de malos tratos en 32 provincias, contabilizando 2.582 casos en dicho periodo; igualmente se crearon 29 centros de apoyo a las mujeres maltratadas en 20 provincias. Sobre la explotación de la prostitución y trata sexual de las mujeres y niñas, se obtuvo un diagnóstico culpando de la grave situación a la pobreza, el desempleo y al bajo nivel de alfabetización como factores determinantes. Al mismo tiempo, se promovió la persecución legal de los traficantes. Ninguna de las víctimas fue recluida en las cárceles y el Ministerio de Asuntos de la Mujer desarrolló programas para la devolución de las niñas a sus respectivas familias.
Conclusión: Afganistán, en 2001, dedicaba 8.000 hectáreas al cultivo del opio mientras que en 2017 lo hacía sobre 328.000 (cuarenta veces más). Sin embargo, la verdadera amapola y adormidera que las clases dominantes político-religiosas afganas celosamente cultivan, administran y cuyo consumo obligado imponen desde siglos a uno de los pueblos más pobres de la tierra, y especialmente a sus mujeres –permanentemente discriminadas, maltratadas, vejadas y violadas por el régimen talibán–, no es otra que su cultura tribal reforzada por una religión, el Islam integrista, que cercena igualmente sus derechos y su dignidad como personas, invocando desde siglos a un Dios, Alá, inexistente.