Vi una película, hace unos días, en la que la protagonista, a causa de un accidente dejaba de envejecer, se veía obligada a cambiar periódicamente de residencia y tenía que hacer pasar a su hija por su madre. Otro accidente devolvió las cosas a la normalidad y la protagonista, una vez localizada la primera cana, se casó con el hijo o el nieto de su primer amor y fueron felices y comieron perdices hasta, esto no salía en la película, pero era obvio, que fallecían y descansaban para siempre.
Yo hubiera preferido otro final, pero las películas tienen que acabar en algún momento y no pueden gestionar acontecimientos lineales, así que los guionistas optaron por no complicarse la vida y matar a la protagonista, único final que conservaba el orden natural de las cosas y permitía poner la palabra FIN al cabo de la hora y media o dos que duraba la película.
Porque lo natural, efectivamente, es envejecer, con suerte, y, en todo caso, morirse tras un tiempo razonable. A mí lo de no envejecer me hacía, ya no, claro, cierta ilusión, sobre todo por una interpretación, quizá demasiado literal, del viejo proverbio chino que recomienda sentarse a la puerta de casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Pero si uno envejece, a partir de cierta edad lo que ocurre es exactamente lo contrario. Cada vez que pasas por delante de según quién, sobre todo si está sentado en la puerta de su casa, no puedes evitar preguntarte, ¿qué estará esperando este desgraciado?
En fin, bromas aparte, estamos asistiendo al final del año 2022 de la era cristiana y a punto de empezar el 2023. Digo esto, no porque tenga demasiada importancia, sino porque, en tiempos de tanta incertidumbre como los que nos ha tocado vivir, bien está contar con alguna certeza más, además de la apuntada en el párrafo anterior.
Al final del verano cualquiera hubiera dicho que el otoño iba a ser poco menos que un anticipo del apocalipsis, con la inflación desbocada, la guerra en Ucrania transmutada en guerra nuclear mundial y la economía occidental definitivamente hundida, víctima de nuestros excesos y de algún error en el suministro de recursos.
Evidentemente, las cosas no han ido, aún, por ahí, y los españoles de a pie, esos para los que dice trabajar el presidente del actual gobierno, han salido pitando a las carreteras, estaciones de ferrocarril y aeropuertos para ocupar, según las recurrentes noticias de todos los medios, el 80%, 90% y 100% de las plazas disponibles en hoteles, restaurantes y chiringuitos diversos en los pueblos y las ciudades, el mar o la montaña, con la única condición de estar lejos del lugar de residencia habitual.
Mientras llegaban las vacaciones, nuestra esforzada clase política ha dedicado largas jornadas laborales a legislar sobre las cuestiones más pintorescas, la mayoría de las cuales, cosas de la edad y del poco tiempo que probablemente me quede para disfrutar del país que nos están dejando, me importan más bien poco.
Quizá lo más sorprendente sea una ley, no recuerdo el nombre, que supera una de las pocas limitaciones impuestas al poder del parlamento británico. Uno de sus viejos manuales sostenía que el parlamento podía hacer cualquier cosa, menos convertir a un hombre en una mujer. Bah, cosas de los ingleses y de la edad media.
Bueno, pues volviendo a lo del final de año, el caso es que parece que los americanos van a intentar volver a la luna y que lo de la fusión nuclear estará listo, ¡sorpresa!, dentro de –otros– 25 años. Mientras tanto, entre Barbastro y Monzón se va a perforar, según publicaba El Periódico del 18 de este mes, una reserva de hidrógeno puro que, por lo visto, ya se descubrió en los años 60 del pasado siglo y que es, naturalmente, la primera de Europa. El 18, sí, no el 28. Tengan un feliz 2023, mantengan un razonable escepticismo, conserven a los amigos que aún les queden y procuren estar a prudente distancia de los que cantan por las mañanas. Ya saben a quién me refiero.