Acabo de ver La Conferencia, una película filmada el año pasado por Matti Geschonneck, que recrea un hecho dolorosamente histórico: la Conferencia de Wannsee, celebrada en una villa de Berlín-Wannsee el 20 de enero de 1942, en la que se decidió el asesinato sistemático de once millones de judíos.
impacto que el espectador recibe es tremendamente duro, casi insoportable, por la frialdad con la que aquellos hombres reunidos en “la Conferencia” decidían el modo más eficaz de acabar con la vida tantos seres humanos. El guion, basado en las actas de aquella Conferencia, se limita a observar las discusiones presididas por el jefe de la Oficina de Seguridad del Reich, Reinhard Heidrich, y uno tiene la sensación de asistir entre bastidores a un complot diabólico.
Traigo a esta sección, en la que descargo mis sentimientos, el hecho en apariencia intrascendente de haber visto una película, porque esta película ha despertado una pregunta que me atormenta: ¿cómo es posible que aquel grupo de seres humanos fueran capaces de reunirse para diseñar el modo de deshacerse de otros seres humanos como si fueran residuos industriales o desechos orgánicos a eliminar para preservar de la contaminación a los únicos que a su juicio tenían derecho a vivir?
La frialdad con la que aquellos hombres reunidos en “la Conferencia” discutían sus planes trasfunde un aura diabólica, nada injusta o exagerada, si escuchamos el testimonio de la Historia.
Entre las diversas causas que explican la frialdad de aquella “Conferencia” hay una que atrae mi atención con especial insistencia: el influjo destructor producido por la mentira repetida un día tras otro a través de los tentáculos del poder hasta que cala, anestesiando la conciencia y normalizando lo que en sí mismo es una atrocidad. Es una advertencia útil para este tiempo y circunstancias.
Asistimos a un silencioso y aparentemente inocuo adoctrinamiento de niños y adultos a través de ciertas series, que circulan por las redes sin que nadie levante la voz, y que insensiblemente “normalizan” comportamientos diametralmente opuestos al respeto a la vida, a la fidelidad a la palabra dada, a la cultura del esfuerzo y a esos valores tachados despectivamente por algunos de tradicionales. Luego, nos alarma el aumento de los feminicidios y de otros desastres colectivos, pero nadie se atreve a decir qué modelos de relación entre las personas pueden fomentarse y cuáles no.