Ha ido bien la manifestación dice una de las organizadoras. Somos las mejores, asienten varias y se abrazan y se besan una y otra vez, luego aplauden ellas y las que las rodean al final del acto. No hace frío, pero llevan bufandas moradas, pañuelos morados, abrigos morados, hasta gorros morados. Cuando acaban de aplaudir, se juntan las que iban a la cabecera de la manifestación y hacen balance. Ha sido un éxito, dicen todas a coro, todas menos Miriam, una nueva, algo distraída, que les llama la atención y les recuerda que no han estado todas, que no hay unidad y que hay muchas voces que no comulgan con sus posturas. Ni la miran. Vuelven a dar saltos y a gritar las consignas que llevan repitiendo todo el día. Es nuestra hora, proclaman y una insulta a todos los varones y todas ríen entre grandes aspavientos. Somos las mejores, contestan a Miriam, que insiste en que tienen que reflexionar, dejar de mirarse el ombligo. No por más gritar se tiene más razón, se atreve a decir, no hay que insistir con la misma matraca, no pasa nada por reconocer los errores. Somos las mejores, insisten, y las únicas feministas del mundo mundial. El feminismo somos nosotras, solo nosotras, el resto, renegadas. Eso hay que tener claro, dice la “lideresa” en jefe y que no hay que moverse ni un milímetro de su propuesta estrella, de su “Ley”, caiga quien caiga. La razón, toda, es suya y solo suya. Aviso a navegantes, con esto no se juega. Igual es que ella prefiere unirse a esas “esquirolas” que se han quedado al margen y han elaborado su propia pancarta. Las ministras esas, sociatas que primero votan “nuestra Ley” y luego la chafan, reniegan de ella y se unen a las fuerzas oscuras que quieren nuestra perdición. Eso le dicen muy de malas ya a Miriam, que escucha algo sobrecogida porque no ha dicho nada raro, piensa ella, y lo dice. Igual es que no ha entendido como funciona esto: aquí ya piensan las “lideresas” por todas y punto en boca.
Algunas compañeras de las filas últimas se están acercando a saludar, más gritos, muchos abrazos, unos abrazos excesivos, abrazos de esos que se dan quienes llevan tiempo sin verse; quienes habían estado separados por alguna catástrofe; quienes se reconcilian después de mucho tiempo distanciados; quienes han sufrido alguna pérdida trágica en su familia. Abrazos a mansalva. La “lideresa” en jefe permite hablar a un par de díscolas que pasaban por ahí. Se atreven a recordarle que la igualdad es un derecho reconocido por la Constitución; que es un valor que informa todo el ordenamiento jurídico y que las mujeres llevan mucho trabajando y bien para conseguirla sin atajos. Desde Clara Campoamor, desde las sufragistas inglesas, desde Vindicación Feminista en la etapa franquista, desde sus madres y muchas madres trabajadoras: trabajando mucho y bien, sin acritud, con dignidad. Esto no va con nosotras. No somos menores, que nadie nos tutele. No queremos regalos, de nadie, dicen. Hay un murmullo intenso y luego un silencio incómodo. Las díscolas no reblan: no somos moneda de cambio, que no nos utilicen, nadie, los votos hay que ganarlos de otra manera, sin populismo barato. No habláis en nombre de todas las mujeres, no sois todas las mujeres, que no se nos tome el pelo. A nosotras, desde luego, no nos lo tomáis. La lideresa, que escuchaba asombrada y su “lugartenienta” les preguntan que de qué grupo son, a lo que ellas les contestan que no son de ningún grupo, no son de nada ni de nadie, pero tienen criterio, son independientes y libres de ataduras extrañas. La lideresa y su “lugartenienta”, como respuesta, llaman a sus huestes y vuelven a gritar sus soflamas, se hacen “selfis” abrazadas, repiten los cantos entre infantiles y subiditos de tono, algo cutres unos, hirientes otros, vulgares todos. Mientras, las díscolas se dan media vuelta y Miriam se va con ellas.