Opinión
Pedro Escartín
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Por el precio de un esclavo

Cuadro 'La oración en el huerto'
Parte del cuadro 'La oración en el huerto', procedente de Graus. FOTO: Museo Diocesano
Pedro Escartín
08 abril 2023

La ley del pueblo judío fijaba en treinta siclos de plata el precio de un esclavo. Fue también el precio que los sumos sacerdotes ajustaron con Judas Iscariote para que éste facilitase la operación de apresar a Jesús discretamente y con engaño, tratando de que no se produjera alboroto en el pueblo. Por aquellos días, Jesús acostumbraba a recogerse por la noche para orar en una finca al pie del monte de los Olivos, conocida como Getsemaní. A Judas le pareció que eran el lugar y momento perfectos para poner a Jesús en manos de sus perseguidores sin mayor alboroto. Allí, pues, fue prendido por la guardia del Templo, guiada por el traidor.

Pero las maquinaciones de Judas no eran necesarias. Los evangelistas testifican que aquella noche fue Jesús, no los que llegaron a prenderlo, quien dominó la situación. Cuando Judas se acercó para hacer la señal convenida: darle un beso traidor, Jesús, con una dulce ironía, le animó a llevar a cabo su propósito diciendo: “Amigo, haz aquello por lo que estás aquí”. Y a continuación, en el barullo que se produjo, de nuevo fue Jesús quien impidió que los suyos usaran la violencia para defenderlo, aceptando voluntariamente el destino que le había marcado el Padre. 

Era de noche cuando Judas con los guardias llegaron a Getsemaní. Jesús había orado largamente; una oración angustiada y en la más absoluta soledad. Después de la cena de despedida se encaminó al huerto con los suyos y les invitó a orar con él para no caer en tentación, pero pronto los suyos fueron vencidos por el cansancio. Cuando se acercó a ellos, los encontró dormidos y no pudo menos que advertirles: “Ahora ya podéis dormir y descansar. ¡Ha llegado la hora! ¡Levantaos! ¡vámonos! Ya está aquí el que me entrega”, al tiempo que Judas y la guardia del Templo hacían acto de presencia.

Una vez que Jesús resucitó, los recuerdos de lo que ocurrió aquella noche circularon muy pronto, de boca en boca, por la comunidad cristiana. Más tarde, los evangelistas los pusieron por escrito polarizando la mirada del corazón en algunos detalles que es imposible ahuyentar de la memoria. Uno es la soledad con la que Jesús afrontó el miedo que la muerte inspira a todo ser humano, en su caso agigantado por el tormento de morir crucificado.

Cabía esperar que sus amigos más cercanos hubieran compartido con él la angustia de aquella espera, pero se encontraban demasiado cansados, lo cual no dice mucho en favor de estos “amigos”, aunque sí en favor de la autenticidad del relato, pues los seres humanos fácilmente dejamos de recordar los detalles que nos son menos favorables.

Sólo cuando ya era evidente la felonía de Judas, alguno de ellos sacó una espada e hirió a un siervo del Sumo Sacerdote. Aquella defensa in extremis le mereció una advertencia de Jesús: “Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñan la espada, a espada perecerán”, le dijo, poniendo de manifiesto una verdad que la historia humana ha confirmado tantas veces: que la violencia engendra violencia y pone en movimiento una espiral que vuelve los conflictos interminables e irresolubles. ¿Algún día lograremos extraer las consecuencias prácticas de esta advertencia?

La soledad y angustia de Jesús en aquella noche fue tan insoportable que, según el relato del evangelista Lucas, “su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra”. Lucas, identificado por Pablo en sus cartas como “el médico querido”, nos autoriza a tomar en consideración la posibilidad de que el esfuerzo interior de aquellos momentos hiciera salir el sudor empapado con la sangre que los capilares no lograban contener.

Parece lógica esta aportación de un evangelista médico, que los otros relatos pasan por alto. Sea de ello lo que fuere, es innegable que aquellas horas previas al prendimiento de Jesús por la patrulla, enviada por el Sanedrín y comandada por Judas, comportaron un debatirse muy doloroso ante la aceptación del designio de Dios, que entraba en conflicto con la sensibilidad humana de Jesús, al que la fe católica confiesa como verdadero hombre, además de ser verdadero Dios.

Así lo da a entender la oración de aquella noche. Los recuerdos de la primera comunidad cristiana nos han conservado las palabras de Jesús: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El hombre moderno, demasiado frágil frente al sufrimiento cuando le afecta personalmente (no así cuando lo provoca en los demás) se pregunta: ¿por qué Dios no impidió, más aún, parece que quiso aquella dolorosa muerte del que llamó su Hijo? y se escandaliza sin remedio.

Pero el hombre moderno, infectado de incoherencia, no tiene empacho en provocar en sus congéneres sufrimientos insoportables con tal de conseguir los objetivos que se propone, sin escandalizarse. Testigo de ello es la historia.

Lo que aquella noche se vivió en Getsemaní era la puesta en escena de la máxima muestra, que nadie hubiera podido imaginar, de la solidaridad de Dios con el hombre sufriente. Dios nunca quiso el sufrimiento ni de su Hijo ni de ningún ser humano, pero la libertad, sin la que los seres humanos careceríamos de dignidad, le obliga a permanecer con las manos atadas, pero no a quedarse impasible: por medio de su Hijo quiso solidarizarse con el sufrimiento humano para ofrecernos un mensaje creíble de esperanza.

No fue casualidad que el precio ofrecido al traidor para entregar a Jesús fuera el que se pagaba por un esclavo. La primera comunidad, testigo excepcional de estos acontecimientos, lo entendió perfectamente, cuando poco después de la muerte y resurrección de Jesús compuso y empezó a recitar este himno:

“… Cristo Jesús, siendo de condición divina / se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, / humillado hasta la muerte y muerte de cruz. / Por ello Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, / que está sobre todo nombre. / Toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor / para gloria de Dios Padre”.

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