La tercera mediación para ver a Cristo resucitado en la vida ordinaria: la fracción del pan. Es el nombre original que recibe la Eucaristía en la primitiva comunidad cristiana. Es el lugar decisivo para reconocer al Señor resucitado. La Eucaristía vivida en el marco de la hospitalidad. ¿Acaso tiene sentido partir el pan en un ambiente ausente de la fraternidad? A no ser que le invitemos, Jesús seguirá siendo un desconocido. Sólo cuando invitas al otro a «venir y quedarse» puede un encuentro convertirse en una relación significativa y transformadora.
¿Estás seguro de querer invitar hoy a Jesús a tu casa? ¿Quieres que venga a conocerte y a compartir tu vida más personal? ¿Deseas presentárselo a todas las personas con las que vives? ¿Le permites que te vea tal como eres en tu vida diaria? ¿Estás dispuesto a que conozca lo más débil de ti? ¿Quieres realmente que se quede contigo cuando anochezca y el día toque a su fin?
La Eucaristía requiere esta invitación. Estamos invitando a Jesús a nuestra casa, diciendo que estamos dispuestos a seguir confiadamente su camino. Esa es la verdadera hospitalidad: ofrecer un lugar seguro donde el desconocido pueda convertirse en amigo. En este contexto tiene lugar la fracción del pan.
Pan y vino, máxima sencillez que representa la máxima grandeza de lo divino. La Eucaristía sólo surte el efecto deseado “desde la fe”, si estamos habituados a no despreciar la pequeñez de lo que sucede a nuestro alrededor.
En la apertura a lo inesperado de la vida cotidiana está la posibilidad de la experiencia gratificante de la salvación de Dios. ¿Acaso no es Dios libre para actuar del modo más inusual? ¿Cómo osamos acudir a la celebración del pan y del vino si no estamos capacitados para descubrir tantos panes y vinos que rodean nuestra vida, presencia y gracia de Dios?
Sólo obtendremos todo el fruto de la fracción del pan si acudimos a ella con la disposición de la apertura al misterio de la presencia de Dios en mi vida, en la vida del otro y en la historia del mundo en que me muevo.