El tiempo pasa más deprisa a los 70 años que a los 20 por la sencilla razón de que, inconscientemente, comparamos cada intervalo de tiempo con el tiempo vivido o del que tenemos memoria. También porque a los 20 no solemos albergar muchas dudas acerca de que después del año en curso vendrá otro, y otro después y eso hace que veamos con cierta indiferencia el paso del tiempo. Indiferencia que va desapareciendo y que, en torno a los 70 años, se transforma en algo ligeramente parecido a la angustia. A los 70 uno está, le guste o no, en la recta final de la vida, y es mejor hacerse a la idea y llevarlo con paciencia y resignación. O con orgullo y satisfacción, como diría aquél.
El caso es que a esta edad ya no es posible ignorar que tenemos un tiempo limitado y que hemos agotado la mayor parte. La cuestión, una vez liberados de obligaciones laborales, es cómo pasar ese tiempo que queda de la mejor manera posible.
A la larga, da igual los planes que uno haga, porque la vida y la muerte tienen su propia agenda, pero es posible elaborar proyectos, a corto o medio plazo, de cuyo cumplimiento, como si de un programa electoral se tratara, nadie va a pedirnos cuenta. Por ejemplo, intentar entender la ecuación fundamental de la relatividad general; apuntarse a alguna teoría de la conspiración; releer a Verne, a Nietzsche, a Crompton, a Lope de Vega…; viajar, mientras sea posible; ver viejas películas y cantar, o tararear viejas canciones con viejos o nuevos amigos; recopilar boutades y publicarlas en un blog; charlar al lado del fuego, en un café o debajo de un árbol… o poner una huerta… o cualquier otra cosa. Llevo 905 días ininterrumpidos, hasta ahora, aprendiendo alemán. Empecé para comunicarme con una clínica de Frankfurt en la que, finalmente, prefirieron ignorar mi esfuerzo y hablar en español. Ahora que mi nivel es ya bastante razonable, no me planteo dejarlo, pero tampoco llegar mucho más lejos. ¿Para qué?
Pues para ir pasando el tiempo. Sin agobios. Sin prisa. Tampoco el tiempo tiene prisa y a los 70 aún podemos permitirnos ir despacio. Pero eso no quiere decir que el tiempo nos olvide y de vez en cuando un tumor aquí o allá, el retorno de alguna afección infantil casi olvidada, una gripe mal llevada o una caída de la bicicleta o por una escalera, nos hace avanzar un poco más deprisa y nos recuerda que, en realidad y comparado con cómo acabaremos estando, antes estábamos perfectamente. Esa es la idea. Estábamos ayer, con una alta probabilidad, mejor que hoy y mejor de lo que estaremos en cualquier tiempo por venir.
A los 70 años el entorno más familiar, aquel en el que uno se ha movido con cierta comodidad, empieza a desdibujarse. La muerte de los padres, generalmente traumática, suele poner de manifiesto dos cosas: que morir no es fácil, ni para el que se muere ni para los que, provisionalmente, se quedan, y que entre la muerte y uno mismo ya no queda nadie. Los amigos van desapareciendo, despacio al principio y más deprisa después, muchos de los teléfonos que te han facilitado la vida ya no están operativos o no los cogen cuando llamas y tú mismo te vas volviendo transparente… No es una sensación desagradable, pero sí un poco extraña al principio. Empieza uno a ver la vida, y la vida a verle a uno, con una cierta distancia. Eres parte del pasado y también de un presente que puede alargarse. Pero no del futuro.
Ser consciente de esto no es un obstáculo para sobrevivir. Todo lo contrario. Sobrevivir y vivir con relativa intensidad el presente, es, a partir de los setenta, cuestión de salud, de compañía y de suerte. Pero también de voluntad y de capacidad de adaptación. Y de paciencia. Supongo.