Probablemente muchos no recuerden a bote pronto quien fue Patronio ni el conde Lucanor. Con ánimo de refrescar la memoria, les adelanto que un nieto del rey Fernando III de Castilla, llamado don Juan Manuel, escribió, allá por el siglo XIV, una de las joyas de la literatura castellana medieval titulada Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio.
El tal conde acostumbraba a pedir consejo –cosa siempre útil para un gobernante– a Patronio, que le respondía con un cuentecillo, tomado de aquí o de allá, y lo coronaba con un pareado en el que condensaba la enseñanza solicitada por el conde. Así vieron la luz cincuenta y un ejemplos, que constituyen un filón de cordura y sagacidad.
En el que hace el número treinta y dos, narra lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño, y que ha dado origen a la conocida expresión de que el rey está desnudo, pero nadie se atreve a decirlo. En pocas palabras, tres pícaros que se hacían pasar por sastres y tejedores aceptaron el encargo de hacer una rica vestimenta para el rey con un paño que ellos tejían y nadie era capaz de ver, a menos que fuera hijo legítimo de quien decía ser.
Nadie pudo ver el vestido que nunca existió, pero todos alabaron su elegancia, porque nadie, ni siquiera el rey, se atrevió a decir que no había visto paño ni traje alguno, exponiéndose al bochorno de ser considerado un bastardo. Sólo un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: “Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego o vais desnudo”.
Todo gobernante o quien aspire a serlo, al igual que cuantos los rodean, deberían conocer este “ejemplo” y sobre todo extraer las consecuencias oportunas para evitar el ridículo del autoengaño que suele acompañar a los gobernantes autoritarios.
No hace mucho escuché una versión moderna del cuento de Patronio. Se dice que cuando murió Iosif Stalin, sátrapa y dictador donde los haya, que había purgado a todo el que pudiera hacerle sombra, los miembros del Politburó se dijeron: “Ha muerto Iosif, pero ¿quién se lo dice?”.
Querellarse contra las empresas demoscópicas que no ofrecen resultados favorables al que manda es una solemne manera de hacer el ridículo, y, sin embargo, es algo que ocurre.