Hacia el final de los años cincuenta vi una película, cuyo título y temática no se han borrado de mi memoria; no en vano estaba protagonizada por Spencer Tracy, fue candidata al Oscar del mejor director, mejor actor y mejor guion, y el Festival de Cannes le hizo justicia, en 1955, otorgándole el Premio de Interpretación al mejor actor. Su título en español, Conspiración de silencio, aunque no tanto su temática, ha aflorado en mi memoria a propósito de lo que ha ocurrido durante este mes de julio en una notoria nómina de la prensa española, ¿o sería más exacto decir lo que no ha ocurrido?
Lo que no ha ocurrido ha sido algo tan sorprendente como que la concentración de un millón y medio de jóvenes en Lisboa participando en la Jornada Mundial de la Juventud no haya dejado huella en los editoriales y artículos de opinión de gran parte de los medios de comunicación de nuestro país, y apenas se pueda encontrar en ellos algún rastro informativo, generalmente anecdótico, del evento. Tan sólo los medios vinculados de uno u otro modo a las organizaciones de la Iglesia católica han ofrecido noticias y comentarios relevantes sobre este hecho.
En mi modesta opinión, la presencia simultánea de ese millón y medio de jóvenes en la capital de una de las naciones de la Unión Europea, orando con devoción y comportándose con dignidad, a pesar de los agobios inevitables que el número, el calor y las distancias a recorrer originaban, era una noticia relevante.
No es mi intención recurrir a la temática de la película de Spencer Tracy para explicar tan clamoroso silencio, pero tampoco me parece inapropiado utilizar el título del film en cuestión para aproximarme a lo que ha ocurrido. No creo que se haya producido una conspiración propiamente dicha, pero no sería justo silenciar la existencia de un fenómeno que se viene extendiendo por nuestro otrora occidente cristiano: un fenómeno que tiene los visos de un pacto tácito sobre la irrelevancia social de la religión en la vida de las personas y los pueblos.
Sin embargo, esa juventud impactada por Jesús de Nazaret, cuya presencia sigue viva a pesar del inexorable paso del tiempo, es un hecho social que los comentaristas y tertulianos habrían de tomar en consideración, si no quieren seguir con su reloj parado en la trasnochada teología de la “muerte de Dios”.