No tengo el gusto de conocer a la profesora Emily Bender, de la Universidad de Washington y profesora en el departamento de Lingüística, pero he investigado su identidad después de leer que, en su opinión, la inteligencia artificial es “un loro estocástico”.
He cepillado el polvo acumulado sobre mis menguados conocimientos de griego y he recordado que estocástico significa “conjetural”, “referido al azar”, “teoría estadística de los procesos cuya evolución es aleatoria”, por ejemplo, conjeturar las secuencias en las tiradas de un dado. ¿Quién no ha visto a un adicto al juego repitiendo tiradas ante la máquina de juego del bar, convencido de que, contando el número de tiradas, sabrá cuando sale la ganadora? Aunque él no lo sepa, actúa estocásticamente.
Si concedo credibilidad a la afirmación de la profesora Bender, y reconozco que la considero razonable, llego a una conclusión que ya venía sospechando: que la inteligencia artificial no es tan inteligente como su nombre indica, sino que, gracias a su entrenamiento para sumar una cantidad inmensa de información a velocidad impensable, logra responder las preguntas que se le hacen con verosimilitud, es decir, con apariencia de verdad. Se la cree no porque diga la verdad, sino porque la imita a la perfección, aunque no sepa qué dice y por qué lo dice
Por estos mismos días he oído una entrevista radiofónica en la que me enteré de la cantidad de agua que la inteligencia artificial consume: esos servidores informáticos requieren medio litro de agua para responder a entre cinco y cincuenta preguntas en el ChatGPT y dependiendo de la complejidad de las preguntas, lo que significa la dramática cifra de 6.436 millones de litros de agua al año para enfriarlos, ya que están sometidos al frenético trabajo de procesar la astronómica cantidad de información que manejan.
El papa Francisco ha convocado en estos días “el Tiempo de la Creación” como un tiempo de oración y toma de conciencia ante la responsabilidad que tiene la humanidad con el medio ambiente, con la “hermana tierra”, y ha dicho que “Dios quiere que reine la justicia, que es esencial para nuestra vida como el agua lo es para nuestra supervivencia física”. No podemos dejar de preguntarnos si, mientras la sequía azota a más zonas de nuestra tierra, es justo malgastar esa ingente cantidad de agua para obtener de la inteligencia artificial respuestas que la inteligencia humana llegará a proporcionar con más garantías de verdad, aunque sea con mayor lentitud. Una vez más se ha puesto de manifiesto que no todo lo que técnicamente es posible es éticamente aceptable, pues la técnica debe tener “límites” por el bien del hombre.