La actitud es muy importante. Me lo repetía una y otra vez cuando hacía los exámenes de matemáticas. Sabía que era un 0 a la izquierda; los problemas, las fórmulas y las tablas nunca han sido para mí. Sin duda, ha sido lo que más me ha costado con diferencia en mis estudios. Cada examen era para mí un tedio, y los días de espera para saber la nota, un infierno. De esos trances cogí la costumbre de llenarme los bolsillos de estampas, lazos, fotos de mi familia y la vela que me enciende mi abuela Mari. Sin eso, no podía hacer el examen. Tanto que ahora, en los retos laborales, llevo todo conmigo. Incluso la vela de yaya. Sin eso, no estoy tranquila.
Las mates para mí siempre han sido sinónimo de odio. Y si no son trauma, es por la ayuda. En este caso, fue mi tutor en San Vicente de Paúl. Estoy segura de que Javi sabía de mis limitaciones, que era consciente de que, para sumar, necesito contar con los dedos si no tengo calculadora.
Sin embargo, él nunca me dijo que no valía. Es más, me animó, en vano, para elegir las mates difíciles en 4º de la ESO. Me hacía sentir capaz, me motivaba de una forma que los suspensos en aquellas pruebas escritas no me hacían sentir tonta. Me enseñó a razonar con los números y también, conmigo misma. Ni todos somos buenos en todo ni todos tenemos que ser buenos en todo.
Las palabras de mi tutor cobran vida ahora cuando por teléfono, le digo a alguien a quien quiero mucho, que no es tonta. Que puede hacerlo y que tiene que creer en ella. Que yo, sin recordar las ecuaciones de tercer grado, vivo, trabajo y me va bien, soy feliz. Su sentimiento va acompañado de un número bajo en rojo marcando su examen y de un profesor del instituto que le dice que esa prueba es muy fácil. Que cualquiera la aprueba.
Llora mientras me escucha, y no por suspender, sino porque se ha rebanado los sesos estudiando, yendo a clases de repaso y haciendo una y otra vez, números. Ella insiste: “Soy tonta, ese examen –me ha dicho– que lo aprueba cualquiera”. Ese comentario no solo le ha herido la autoestima y su valía que, como cualquier adolescente, está en pleno desarrollo. Ese comentario ha hecho que las matemáticas dejen de ser un reto y pasen a ser un trauma. Ese comentario le invita a tirar la toalla. Por mucho que le diga, se siente tonta.
Pienso en su profesor. ¿Qué le habrá hecho decantarse por la enseñanza? ¿Una decisión casi forzada o por una inspiradora vocación? Me temo la respuesta porque lo he vivido cuando estudiaba. Los profesores que me enseñaban versus los que me han adiestrado para sacar más de un 5.
Me vienen a la mente los carteles de “empatía”, “confianza” y “superación” que encabezan los planes educativos, que adornan las puertas de los colegios e institutos y repiten una y otra vez en las tutorías. De nada sirven las palabras si no se aplican. De nada sirve un buen libro si no se transmite adecuadamente. De nada sirve un buen alumno sin un buen profesor.
Y sí, se cómo son los adolescentes y jóvenes de hoy en día porque hace una década, estaba yo allí. Conozco su adicción por los móviles, las letras de la música que se lleva y que, en ocasiones, conviven entre la ordinariez y la repugnancia. Sé los riesgos, los peligros, las actitudes y todo lo que se les echa en cara. También sé lo que define esta etapa. Lo que marca una vida. Lo sé yo y lo sabes tú, que también lo has vivido. Entonces, ¿por qué no empezamos por creer en ellos y hacerlos sentir válidos incluso cuando suspenden un examen de matemáticas?