Cuando Francisco regresó de su peregrinación a Tierra Santa, llegó a Roma, habló con el papa Honorio III y éste dio luz verde a la regla de vida que el Poverello iniciara con un puñado de discípulos en la Porciúncula de Asís. El gozo de ver confirmada por el Pontífice aquella llamada: “Francisco, restaura mi iglesia”, que el hijo de Pietro Bernardone escuchara dentro de sí en los arrabales de Asís, lo tenía loco de contento. Corría el año 1223, cuando Francisco llegó hasta Greccio con el beneplácito papal prendido de los pliegues de su pobre sayal. Ahora Greccio está catalogado entre los pueblos más bonitos de Italia, pero entonces no pasaba de ser un pobre y agreste lugar en la región del Alto Lacio.
Se acercaba la fiesta de Navidad y Francisco mantenía fresco en su memoria el recuerdo de un pesebre en las afueras de Belén donde los relatos evangélicos dicen que fue depositado el hijo que María diera a luz en el más absoluto desamparo. Su corazón se emocionaba cuando pensaba en ello y unas lágrimas incontroladas afloraban en sus ojos y se escurrían por sus mejillas hasta empapar la barba que rodeaba el mentón de su cara. Las agrestes grutas de Greccio trasladaban su alma hasta el establo de Belén y los mosaicos de la basílica de Santa María la Mayor representando el nacimiento de Jesús, que admirara en Roma, alimentaban su devoción. Sintió entonces algo parecido a una inspiración; llamó a un vecino de Greccio y le dijo:
– Juan, dentro de quince días celebraremos el nacimiento del Hijo de Dios en nuestra carne humana. En Belén he visto el pesebre donde el Niño descansó sobre unas brazadas de heno; ayúdame a representar este misterio para que nuestros hermanos sientan el amor que Dios nos tiene como yo lo he sentido.
– ¿Qué quieres que haga?, Francisco –le respondió el labriego–. Yo sólo sé cuidar las pocas ovejas y cabras que me proporcionan alimento y abrigo para mi familia.
– Por eso te necesito –replicó Francisco–, porque sabes cuidar a tu mujer y a tus hijos y porque eres un buen hombre, que nunca te has aprovechado de tus vecinos. Ayúdame a representar el pesebre de Belén para que nuestros ojos vean cómo el bondadoso Jesús sufrió la invalidez de ser niño y estar reclinado en un pesebre sobre un montón de hierba. Ya he hablado con la señora Alticama, la esposa de Giovanni Velita, que va a hacer una figura de terracota representando al Niño. Lo demás hemos de ponerlo nosotros.
– Francisco –dijo Juan amistosamente–, la gente dice que estás loco y yo también lo pienso, pero loco por nuestro Señor Jesucristo. Primero renunciaste a la herencia de tu padre, luego declaraste tu amor a la Dama Pobreza, respetas las piedras y las flores, eres amigo de los lobos y los leprosos, cantas a Dios con los pájaros… y ahora quieres representar el nacimiento de Cristo como si volviera a nacer en nuestro pueblo.
– Deja de adularme –le atajó Francisco– y trata de hacer lo que te pido.
– Haré lo que pueda y con mucho gusto, si es lo que tú quieres. Si no te parece mal, las buenas gentes de Greccio podrían representar a María y a José, y yo traeré mi buey y mi asno para calentar con su aliento a la criatura recién nacida.
Y más o menos de este modo se montó el primer “belén”, en el año del Señor 1223, en un pueblo entonces olvidado del Alto Lacio, allá en el centro de lo que ahora es Italia. Llegada la Navidad, los hombres y mujeres de la comarca, junto con algunos frailes que acompañaban a Francisco, llegaron con flores y antorchas en sus manos hasta la agreste cueva donde Juan había preparado el “belén” e iluminaron aquella noche santa. Cuando llegó Francisco, su alegría era indescriptible y, como él no era cura, el párroco del pueblo celebró una solemne Misa de Navidad, poniendo de manifiesto el vínculo que hay entre la encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía.
Hace cuatro años, el 1 de diciembre de 2019, el papa Francisco fue hasta Greccio y firmó allí una Carta Apostólica sobre el significado y el valor del “belén”. En ella advertía de que “el belén forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe” y animaba a sentir la felicidad en esta escuela de San Francisco: “Dejemos –escribió–que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos”.
Ocho siglos después del primer “belén”, que Francisco de Asís puso en Greccio, el símbolo del “belén” no ha desaparecido, pero está expuesto al deterioro, no sólo por el paso del tiempo, sino por el comportamiento humano. Ahora, una guerra interminable asola aquella “Tierra Santa” a la que Francisco peregrinó y es un nido de conflicto, destrucción, muerte y sufrimiento. ¿Qué se ha hecho de aquellas voces que en la noche santa de Navidad cantaron Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad? No sería justo olvidar a algunos hombres y mujeres buenos que tratan de mediar para abrir corredores humanitarios y para propiciar la convivencia pacífica, pero duele que, al mismo tiempo, otros intenten capitalizarlos en favor de sus ideologías e intereses políticos.
La invitación del papa Francisco anima a “alentar la hermosa tradición de preparar el belén en nuestras familias y la costumbre de ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas… Espero que esta práctica nunca se debilite” –escribió en su carta– ni sea fagocitada –añado yo– por variados símbolos asépticos, que serían incomprensibles para aquellas buenas gentes de Greccio.