Se cumplen tres semanas de la desazón que experimenté al oír la noticia de que una potente “narcolancha”, en la noche del 9 de febrero, había embestido brutalmente a la “Zodiac” de la Benemérita, que intentaba cortarle el paso, con el resultado de dos guardias civiles muertos y otros heridos.
Escuchar los aplausos de un grupo de personas, que jaleaba desde el muelle del puerto de Barbate a los narcotraficantes mientras arrollaban a los guardias, me abochornó profundamente. No sé si los que aplaudían eran jóvenes o adultos. En cualquier caso, sus gritos ofendían y avergonzaban a cualquier persona honrada.
El suceso, con sus posteriores secuelas en el ámbito político y social de nuestro país ha sido objeto de múltiples comentarios y valoraciones, en general nada elogiosos para algunos sectores de la clase política y para las reacciones gubernamentales ante una situación que ha puesto de manifiesto la precariedad con la que los guardias tienen que hacer frente al montaje de quienes negocian con la droga.
No quiero abusar de la paciencia de mis lectores repitiendo lo ya dicho y sometido al juicio mediático. Cada cual tiene información suficiente para valorar tanto los ominosos silencios, ausencias e inoperancias, divulgados ampliamente por los medios informativos, como el respeto y admiración que merecen los servidores de la ciudadanía, el orden y el civismo, cuando defienden los valores que salvaguardan a todos, exponiendo sus propias vidas en más de una ocasión.
Pero no puedo dejar de subrayar dos aspectos bochornosos producidos por el lamentable suceso que comento. El primero, que me produjo vergüenza ajena y un profundo dolor, ya lo he señalado, pero es preciso considerarlo con detenimiento: ¿qué tipo de sociedad se está construyendo y qué esperanza de convivencia pacífica se puede augurar con esa gente que jalea y aplaude a quienes arrollan, con manifiesta superioridad de medios, a los que están cumpliendo con la obligación y el encargo que la propia sociedad les ha hecho? La insensibilidad y carencia de humanidad, que lo ocurrido pone de manifiesto, es para hacérselo mirar.
Y, con ello, la madre de todos los males, que no es otra que la maldad que encierra el enriquecimiento a costa de destruir la personalidad e incluso la vida de quienes caen en las redes de la drogadicción. Toda adicción es destructiva y cercena, hasta eliminarla, la libertad de las personas atrapadas en ese laberinto del que tan difícil es encontrar la salida. Desgraciadamente, hay un negocio lucrativo, pero terriblemente destructivo, en los hechos que dan pie a este comentario, y esto, a mi juicio, es maldad en estado puro, porque no es posible cerrar los ojos ante lo que está ocurriendo con la “normalización” e incluso blanqueo de unas adicciones que raramente tienen retorno.