El 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que constituyó la base de la Declaración universal de los Derechos Humanos ratificada por las Naciones Unidas en 1948. Fue un gran paso en la superación del absolutismo del antiguo régimen. Hace poco más de un mes que el Parlamento francés ha aprobado, con una mayoría superior a los tres quintos requeridos, una reforma constitucional por la que se blinda el derecho a abortar, como “una garantía frente a eventuales mayorías parlamentarias”. Ha sido una penosa decisión más por lo que significa que por sus efectos prácticos.
No parece que esta decisión vaya a tener alguna repercusión, al menos de momento, en las permisivas legislaciones existentes sobre la práctica del aborto. Más parece un ejercicio de la conocida práctica de “ponerse la venda antes de la herida” para evitar que en el futuro pudiera promulgarse una ley que restringiera el actual derecho al aborto y a la anticoncepción. Por ello, no deja de sorprender tan manifiesto interés a favor de la eliminación de la vida indefensa e inocente del feto humano sin que se promuevan iniciativas similares a favor de la defensa del derecho a la vida, sancionado por el artículo tercero de los Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.
Lejos de mí la intención de justificar que se penalice la práctica del aborto. Bastante tragedia es para la mujer gestante el que llegue a plantearse la eliminación del hijo de sus entrañas como para que, además, se vea amenazada por la ley. Pero el inevitable conflicto existente entre el derecho a la vida y el derecho a interrumpir el embarazo no se resuelve blindando éste como si fuera un triunfo frente al otro.
Una vez más emerge, en el trasfondo de este debate, un toque de atención sobre la educación, pues una educación facilona y permisiva, en la que el cuidado de las criaturas no acostumbra a ir más allá de lograr que lo pasen bien y en la que ya no hay lugar para la cultura del esfuerzo y menos aún para las virtudes cardinales (¿alguien se acuerda de hay que educar desde la niñez, y más en la adolescencia, en la “prudencia”, la “justicia”, la “fortaleza” y la “templanza”?) está conduciéndonos a una sociedad en la que el respeto a la vida parece una antigualla.