Existe una máxima que proclama que “la ignorancia es felicidad”. Defendida en ámbitos filosóficos propone que cuanto más conocimiento se posee, menos felices seremos. Se aplicaba en Roma, con aquello de “pan y circo” para evitar que la gente se parase a pensar en los problemas políticos o económicos del imperio, y se sigue anunciando en este mundo de redes sociales que, para muchos, suponen también una venda en los ojos para no ocuparse de otros asuntos que, quizás, sean más relevantes para su vida.

Traemos a colación la máxima para poner el foco sobre aquellas personas que padecen algún tipo de trastorno y que buscan que la sociedad lo conozca para evitar los estigmas.

Aparecen en nuestras páginas de vez en cuando. En este número, por un lado, tomamos como ejemplo el de una madre que ha escrito un cuento para ayudar a quienes tienen hijos con dislexia. Por otro lado, recogemos el testimonio de dos familias con niños con autismo.

Un trastorno complicado por la amplia variedad de señales que pueden indicar y del que podemos tener una imagen estereotipada (“hay que desmitificar la imagen de una persona dándose golpes en la cabeza”, nos dicen en un colegio barbastrense).

Lo más fácil, como con tantas realidades, es volver la cabeza, permanecer en la ignorancia y “ser más felices”.

Sin embargo, comprender todas estas realidades ayuda a quienes las viven de primera mano, aliviando una presión social en la que cada menor debe responder a los cánones de lo normal. Como con otras muchas situaciones, abramos los ojos, prestemos atención y no busquemos una felicidad basada en una ignorancia que solo nos hace peores como personas y como animales sociales.