Hace muchos años en este país no había libertad de prensa. No era una cosa que la mayoría de la gente echara de menos y, además, las cosas importantes pasaban siempre en el extranjero. La guerra de Vietnam ocupó la primera página durante años, también la revuelta estudiantil de 1968 o el bloqueo de Berlín: la vida y milagros de los duques de Windsor, los príncipes de Mónaco o los reyes de Bélgica; los festivales de Eurovisión, de Benidorm y de lo que fuera.
También el turismo que, como ahora y a pesar de que los turistas eran menos y no estaba aún de moda controlar los porcentajes de ocupación de hoteles y chiringuitos, ya empezaba a ocupar una parte importante de las noticias de prensa.
Lo que ahora entendemos por política, que entonces se desarrollaba entre bambalinas, no era un asunto en el que el pueblo llano tuviera que meter las narices, así que de eso se hablaba poco y se escribía menos. Inauguraciones de fábricas, carreteras y pantanos; las visitas del jefe del Estado a provincias y sus excursiones, cinegéticas o de pesca, ocupaban la sección de nacional de los periódicos, que no tenían que molestarse en elaborar la noticia porque el texto y las fotografías llegaban puntualmente a todas las redacciones. Las emisoras de radio conectaban sin excusa ni pretexto, a las 2 y media y a las 10 de la noche, con Radio Nacional, entonces lo de nacional tenía otro sentido, y todos oíamos las mismas noticias y al mismo tiempo. No como ahora.
Con el ocaso del régimen, próximo ya el fallecimiento de su titular, la cosa se fue liberalizando poco a poco pero no sin tensiones. Hubo secuestros de revistas, era el tiempo de Triunfo, Cambio 16, Hermano Lobo, el Papus, entre otras muchas; y cierres de periódicos, llegando, en el caso extremo del Diario Madrid en 1973, a la voladura de su sede. Por entonces se acuñó la expresión ‘prensa canallesca’ para referirse a los medios desafectos, que desatendían las recomendaciones del gobierno.
La democracia trajo la liberalización a los medios de comunicación y con ella la ansiada libertad de prensa, con informativos independientes en las cadenas privadas de radio y, poco a poco, también en las de televisión. Es decir, libertad para publicar lo que a cada uno le viniera en gana, siempre y cuando, claro, tuviera donde hacerlo. Pero como había cierta pluralidad y todo el mundo estaba entusiasmado con el juguete, los primeros años de monarquía constitucional fueron relativamente tranquilos desde el punto de vista periodístico.
La prensa del viejo régimen, Pueblo, Arriba, el Alcázar y la revista Fuerza Nueva entre otros, y los diarios provinciales del extinto movimiento, como Nueva España en Huesca, fueron desapareciendo definitivamente o cediendo sus cabeceras a administraciones locales, para convertirse en voceros de las nuevas autoridades.
La crisis de UCD, el advenimiento del PSOE, con varios mandatos consecutivos y un liderazgo incuestionable pero agotador, y la aparición de los primeros casos de corrupción que se hacían públicos empezaron a poner de manifiesto los inconvenientes, para el poder, de la libertad… de prensa. Había una parte más o menos a favor del gobierno, el País, el Cambio16, la cadena SER, y otra más o menos en contra, como el Mundo, la COPE y alguna más que no recuerdo. Los negocios a la sombra del poder y los jaleos con parientes, un hermano del entonces vicepresidente, parasitando en su beneficio la delegación del gobierno en Sevilla, por ejemplo, dieron bastantes titulares y provocaron alguna crisis, primero de partido y después de gobierno.
Con la pandemia la cosa se complicó un poco más. Había, por primera vez desde el franquismo, una nueva doctrina en la que creer. La COVID era una pandemia, el confinamiento y las mascarillas imprescindibles, los PCR infalibles, el cierre de espacios públicos inevitable y las vacunas, en la práctica, obligatorias. Lo importante no es si todas estas monsergas tenían, o no, algún fundamento, eso no le interesaba a nadie. Lo importante es que no se podían cuestionar y, de hecho, no se cuestionaron durante todo el período de vigencia del evento, y que, como verdades incuestionables que eran, podían y debían, con el apoyo más o menos entusiasta de toda la prensa y si hacía falta de la Guardia Civil, ser impuestas por la fuerza. La cosa no llegó, aparentemente, demasiado lejos, pero sólo porque dieron el evento por terminado antes de que resultara contraproducente.
El experimento reveló que, mediante el temor, la manipulación y la complicidad o pasividad de los medios, se puede moldear el comportamiento social a voluntad. Aunque no resulte fácil extrapolar aquellos resultados a situaciones donde no haya por medio pandemias, guerras u otras catástrofes, en eso parecen estar ahora. Así que la historia sigue y de los resultados, que aún están por ver, ya hablaremos otro día. O no.