La índole secular constituye al laico en el miembro del Cuerpo de Cristo encargado por el Señor y su Espíritu para ser signo que hace visible en el mundo la condición de encarnación del Hijo de Dios,
Lo ha expresado en términos precisos Juan Pablo II: “Los laicos reflejan el misterio del Verbo encarnado, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas”. Dentro de la revelación que Jesús hace de su propio misterio ocupa un lugar primordial su identidad como “Hijo del hombre”, en la que muestra su solidaridad con los hombres en todas sus situaciones; con ello convierte al “hijo del hombre”, a todo hombre, en objeto de su preocupación, expresión de la preocupación del Padre por la suerte y la dignidad del hombre.
Por eso y para eso el Hijo de Dios ha renunciado a su condición divina anonadándose hasta hacerse semejante a los hombres. Precisamente en la muerte por el hombre se manifiesta su trascendencia, su calidad de Hijo de Dios, como lo proclama el centurión romano al verle morir de aquella manera, en amor y por amor. Los cristianos laicos son los encargados de visibilizar esta dimensión de encarnación del Hijo del hombre con la correspondiente dimensión de solidaridad y de lucha por la perfección del ser humano.
Este signo de la encarnación y de la liberación del hombre se realiza, en primer lugar, en la propia historia personal de los cristianos laicos, en el empeño por ser perfectos en su humanidad, desarrollando todas sus capacidades, de la que la más importante es el ámbito que llamamos espiritual. En segundo lugar, se hacen signos del Hijo del hombre en la medida en que se empeñan en devolver a todos los hombres el rostro humano, por llevarlos a la perfección, a la plenitud. En tercer lugar, su labor es hacer más humana la familia de los hombres y su historia, poniendo a su servicio todo ese amplio mundo que configura la existencia de los “hijos de los hombres en la historia”.