¿Qué está pasando? De repente el Coso de Barbastro se ha llenado de gente y no queda libre una habitación. Desde luego, la primavera le sienta muy bien a la pequeña ciudad anticipando el verano tórrido y el aire fresco se ha llenado de aires y voces nuevas; también lo son algunos acentos de fuera.
La plaza del Mercado rebulle y una nube de seres diminutos que llegan en patinete se congrega alrededor de la fuente de hierro. Y no son pájaros veloces, sino niños que parecen no tener pies, sino alas. Alguno es tan pequeño que le cuesta apretar el botón y soltar el chorro de agua; se enfurruña y su madre ni lo ve. El cronista está a punto de levantarse presto a ayudar. Pero no, se contiene, el niño tendrá que esperar y crecer. Y con el tiempo, dentro de muchos años, estará sentado en el mismo lugar que ahora ocupa el cronista, preguntándose cómo fue, por qué todo pasó tan rápido. El hombre mayor intenta apartar ese pensamiento triste y para disimular la nostalgia que se le pega a la garganta como una garrapata, se pide otro café y un dobladillo.
La pequeña ciudad está en pleno festival de literatura, el Barbitania, y su ayuntamiento ha congregado a un plantel de escritores y novelistas famosos que han acudido al cónclave, en el que, aparte de firmar libros y debatir de Literatura, se comerá y beberá hasta agotar el cuerpo con placeres menos literarios pero no menos intensos, y en primer lugar, la chireta legendaria, siempre escasa.
Y se fallarán importantes premios de un certamen que tiene cientos de aspirantes muchos años después de que se le ocurriera crearlo a un médico visionario, el doctor Ollé. Algún observador pregunta cómo es posible que, en tan apartado lugar de las grandes rutas del país, una urbe pequeña, nazcan tantos poetas y escritores y escritoras formidables.
Y el cronista que no cree en las casualidades ha lanzada su respuesta en mitad de la calle, respuesta barruntada durante décadas tras reflexionar sobre los textos del filólogo y poeta Bienvenido Mascaray, quien ha leído durante décadas con la curiosidad de un entomólogo y la precisión de un relojero las inscripciones ibéricas de téseras, lápidas y vasijas: “¡Es que aquí somos íberos!”. La huella de aquel pueblo que vivió en las cuevas del Vero permanece en una suerte de prodigio de trasmisión genética encerrada entre valles y montañas.
Así lo creo yo, pues lo cultural acaba siendo genético y lo genético es digital y no merma. Como sabemos, las lápidas fueron destruidas y borradas del mapa por las huestes de Roma; y de su sensibilidad poética extraordinaria, de su pacifismo y su creencia en el ser humano dan fe precisa las escasas piedras que sobrevivieron. Pocos sabios pueden leerlas. Aquella belleza extraordinaria no ha sido superada y aun hoy nos estremece: “Te presentamos el vaso de nuestras súplicas, que los bueyes aren las tierras del valle; que las heladas no destruyan las mieses; danos el camino justo, el perdón, libéranos de la vanidad…”.* Hablaron nuestros ancestros y escribieron del amor a la vida y del Amor a secas, mejor que hoy podríamos hacerlo, tal vez.
Luego vinieron otras razas y culturas –la visigoda, la árabe y la judía– que al unirse como afluentes a un río, no disminuyeron un ápice aquella grandeza poética. Los habitantes de la Barbitania conservaron una sensibilidad aguda, muy alejada de patrones de violencia; sabían que vale la pena vivir en paz. Los íberos puros sabían que estamos aquí de paso. Pero algo sustancial ha quedado de aquellas piedras rotas: “Quiero del bosque de la colina las yemas del árbol más tiernas; quiero coger las bellotas de las ramas; evitar el muérdago que mata… y ver el agua que se filtra en la caverna. Quiero que se impidan la afrentas y quiero, sobre las pasiones, la ira del látigo…”.*
¿No les suena a Barbitania?
*Textos epigráficos tomados del libro ‘Nosotros los íberos’. Volumen II, de Bienvenido Mascaray Sin, (editorial Gráficas Editores 2021)