Quizás a muchos les suene haber visto la cara de Cristian Lalueza antes en estas mismas páginas de El Cruzado Aragonés. Les ayudo a ubicarlo, juega en la Peña Ferranca, pero también lo reconocen en Barbastro porque hasta hace unos meses regentaba Casa Aniquino, uno de los bares de moda en la capital del Vero.
¿Cómo acabó en la hostelería?
A los 19 años comencé a trabajar en Sal Gruesa como camarero porque quería ganar un dinero para no depender de mis padres.
¿Y en Casa Aniquino?
Frecuentaba el bar como cliente y un día, su dueño, Manuel Ximenix, me ofreció un puesto de trabajo. Dudé, pero al final acepté. Tiempo después me comunicó que lo quería traspasar, así que decidí ponerme al mando y ser mi propio jefe.
Mantuvo el nombre y el negocio.
Casa Aniquino se llama así porque el bar se ubica en el edificio en el que nació José María Aniquino Durán, director de la Academia Cerbuna.
¿Le dio miedo dar ese paso?
Claro, lo cogí con 25 años y requería mucha responsabilidad, pero siempre he contado con el apoyo de mi familia, mi novia Sara y mis amigos. Un aspecto de gran importancia para mí.
Actualmente se han puesto de moda los “tardeos”.
Cuando comencé como gerente en el Aniquino disminuyó un poco el rango de edad y comenzó a venir gente más joven. Y, con ellos, empezaron los “tardeos”.
Además, ofrecía una tapa con la consumición.
El impulsor de este hábito en Barbastro es Luis Postigo, de Sabores de Entonces. Más tarde, Manuel lo adaptó a su estilo y después, yo también, siempre con la base de acompañar la bebida con una tapa.
¿Sus clientes le transmitían sus opiniones?
Muchas veces. Yo siempre he intentado tratar a los clientes como me gustaría que lo hicieran conmigo. Y si no lo conseguía, buscaba la manera para que se fueran con la máxima satisfacción posible.
¿Cómo eran sus semanas?
Las semanas comenzaban tranquilas. Los miércoles empezaba a animarse el ambiente, los jueves más y los viernes, una locura. En verano los clientes llegaban sobre las ocho o nueve. Sin embargo, en invierno abría a las siete y he tenido la gran suerte de que en muchas ocasiones ya me esperaban.
El Aniquino se llena incluso si no hay sitio para sentarse.
Creo que esta tendencia aumentó a raíz de la Covid-19. Esas inquietudes o necesidades de no reunirse en espacios cerrados ha propiciado esto. Por otro lado, los jóvenes aguantan más de pie.
¿Cómo recuerda esos días?
Cuando llegaba el fin de semana, aumentaba el estrés. Pero como en todos los trabajos, existen momentos buenos y malos. Así que lo intentaba llevar de la mejor manera posible, siempre con una sonrisa, aunque a veces no saliera de la mejor manera (ríe).
Y finalmente, decidió traspasar el Aniquino.
Yo estudié magisterio y aplacé ejercer como maestro por la hostelería porque me encontraba tan a gusto que no quería cambiar. Pero llega un momento en el que acabas cansándote. La vida la conforman etapas y esa ya la quemé al máximo.
¿Cómo recuerda esa despedida?
Con mucha emoción. El Aniquino se había convertido en mi segunda casa. Así que con tristeza porque dejaba atrás una vida, pero con alegría porque comenzaba una nueva. Los clientes también me confesaban que les daba pena, pero que seguirían yendo porque esa zona ya se ha convertido en la de “quedada”. Allí confluyen varios bares y ese ambiente que antes se formaba en el Coso y que se había perdido, ahora se forma en este centro histórico de Barbastro.
Dice que la hostelería es dura.
Sí, sobre todo de joven. Cuentas con ganas e ilusión, pero pierdes momentos de tu vida que nunca los vas a recuperar.
A los barbastrenses les gusta el terraceo.
No solo el terraceo, que también. En Barbastro contamos con una oferta gastronómica muy grande y de calidad. Aunque, por otro lado, creo que se debe cuidar más ya sea peatonalizando más calles, con más ayudas, flexibilidad, etc.
En el Somontano, ¿bebemos vino?
Creo que la cultura del vino cada vez cala más en los jóvenes. La hostelería de Barbastro debe apostar y vender los productos de la tierra.