La dicotomía pueblo-ciudad suma tantos años como el éxodo rural que tuvo lugar en España en la segunda mitad del siglo XX. La mecanización e industrialización llevaron al desplazamiento de la mano de obra del campo a la ciudad, con el correspondiente proceso de adaptación de quienes siempre habían vivido la libertad en el campo a unas nuevas rutinas muy lejanas a lo conocido.
En pleno siglo XXI, aunque no sea un fenómeno masivo, resulta que existen familias que optan por instalarse en el pueblo. Unas porque valoran la cercanía de la naturaleza, otras porque buscan el sosiego que facilita un menor tráfico, unos más porque desean arraigar las raíces de sus antepasados.
A estas razones se unen otros motivos múltiples, entre los que se encuentra una realidad más: la dificultad de encontrar una vivienda. Más de uno termina en un pueblo por la imposibilidad de afrontar la inversión en una vivienda en un núcleo más grande.
Aun así, la falta de vivienda también constituye un obstáculo en el medio rural. Como en el resto del territorio, no existe prácticamente oferta. La diferencia, que muchas casas en los pueblos permanecen vacías. Y no solo durante parte del año, constatando la realidad de que, para muchos, el pueblo es para el verano. Existe una bolsa de viviendas cerradas a cal y canto desde hace tiempo, por diferentes circunstancias: una herencia repartida, un valor sentimental, el miedo o incertidumbre de alquilar.
En los últimos meses se ha reactivado un programa impulsado por lo público para tratar de revertir la situación, para intentar poner en el mercado esas viviendas cerradas y así contribuir a una mayor oferta. Sin duda, una iniciativa loable, cuyos resultados habrá que evaluar. Mientras, no queda más que solicitar a los poderes públicos que se doten de una política de vivienda. ¿Hace cuánto tiempo que no se construye?