Con esta expresión me estoy refiriendo a la nueva colección de obras de arte religioso que desde el día 21 de diciembre se puede contemplar en el Museo Diocesano de Barbastro- Monzón. Nueva colección que se ha formado al añadir a las obras existentes, las nuevas obras que llegaron de Lérida en el pasado mes de marzo y que ya se han incorporado a la exposición permanente.
Y quisiera hablar de ellas, no desde el punto de vista técnico, histórico o jurídico, que es lo que se viene haciendo estos días; quiero hacerlo desde el punto de vista emocional, desde el sentimiento, desde el afecto.
Ahora el museo está más completo. Ya no hay huecos, ya no hay fotos de las obras. Ahora están ellas, las originales, las verdaderas. Son aquellas obras en las que se pensó cuando se construyó el nuevo edificio en el que se ubica el museo.
Y el poderlas contemplar al natural, de cerca, con pausa, casi con familiaridad porque de tanto hablar de ellas ya pareciera que las conocíamos desde siempre; como si formaran parte de nuestras vidas, nos produce una gran emoción. Y, por supuesto una gran satisfacción. La satisfacción de haber logrado lo que durante años pareciera que no se iba a conseguir. Y que al final llega y casi parece una sorpresa porque considerábamos una utopía que pudiera ocurrir. Porque las utopías, que se definen como algo que es muy improbable que suceda o que en el momento de su formulación es irrealizable, a veces se realizan, y se cumplen, como ha ocurrido en este caso.
Desde este momento, el Museo Diocesano de Barbastro-Monzón se va a convertir en un referente de arte religioso y en un foco de atracción de visitantes porque va a albergar una colección muy interesante desde el punto de vista artístico, al incrementar la ya existente con obras muy relevantes en períodos como el románico y sobre todo en pintura gótica y textiles.
Ahora ya se exponen los frontales de Buera y de Tresserra, obras punteras que completan el período románico.
Pero sobre todo, me parece excelente el conjunto de obras de los siglos XIV y XV, de pintura y escultura gótica, por su calidad y cantidad, con obras tan relevantes como la talla la Virgen de Zaidín, San Blas de Algayón, San Martín de Lascuarre, o San Juan de Zaidín que junto con otras, también interesantes, como las procedentes de Tamarite, ocupan tres salas.
Obras procedentes de retablos que han desaparecido en su conjunto, pero que muestran la pujanza de un modelo de iconografía religiosa, cada vez más realista y narrativa que ocupaba los altares de la mayoría de las iglesias y cuya demanda tuvo como consecuencia la aparición de importantes talleres que ejercieron como focos difusores de una nueva imagen artística de aquellas figuras religiosas, Vírgenes y Santos, que se mostraban como patronos protectores de los distintos pueblos y que suponían con su vida, un modelo de conducta para los feligreses.
Además, como se trata de arte religioso, estas obras fueron veneradas como objetos sagrados por gentes que se colocaban bajo su advocación y protección. Por tanto, no solo la belleza y su valor artístico debe considerarse, sino también su significado trascendente debe ser tenido en cuenta.
Disfrutemos con la contemplación cercana de estas piezas; disfrutemos al observar la maestría técnica del artista que las ejecutó, sus formas, sus colores, sus oros, sus repujados… Más adelante las estudiaremos y analizaremos.
Pero en un primer momento, acudamos a verlas; disfrutemos de estas obras que nos transmiten la belleza y, que su contemplación nos produzca pequeños momentos de felicidad, como siempre ocurre cuando miramos algo hermoso. Hagámoslo en estos tiempos pandémicos, en los que tan necesitados estamos todos de disfrutar de la vida.