Al menos una vez al año, Manos Unidas reclama nuestra atención para recordarnos que hay millones de personas en el mundo que tienen poco o nada que llevarse a la boca. Un tercio de los seres humanos no accede a alimentos adecuados, sobrevive y punto.
Y junto a los alimentos, podemos poner el agua, la sanidad, la educación, la seguridad… Hombres y mujeres con sueños, con familias, con ilusiones, condenados a soportar una vergüenza estructural, la del hambre, como llave a una condena que incluye ser víctima de explotación o pasto de los movimientos extremistas.
Esta oenegé de desarrollo de la Iglesia Católica y de voluntarios lleva desde 1960 luchando por paliar el hambre que padece una parte de la Humanidad y recordando a la otra parte que no puede permanecer ajena a esa realidad. Que nueve de cada diez personas de los países empobrecidos no hayan accedido a una sola dosis de la vacuna debería abofetearnos la cara cada mañana, ante debates inútiles de ciudadanos hartos de todo.
No es momento para encogerse de hombros y pensar lo lejos que están y lo poco que podemos hacer. Todo lo contrario: Manos Unidas nos invita a pasar a la acción, porque desde aquí podemos hacer mucho.
Lo vienen demostrando estas mujeres que el año pasado ayudaron a una comunidad indígena de Paraguay, el anterior se fijaron en Guatemala y este año han puesto sus miras en India. En mujeres, adolescentes y niños a los que apoyar, con generosidad y desprendimiento, para que se transformen en motor de desarrollo dentro de sus comunidades.
Y a pesar de las limitaciones de la pandemia, que el año pasado impidió celebrar muchas de sus actividades recaudatorias, Manos Unidas cumple puntualmente con su compromiso y con sus proyectos. Lo hace pidiendo para personas que ni siquiera conocen pero ante las que se sienten, porque lo son, hermanas.