A propósito de mis conversaciones dominicales tituladas “Un café con Jesús”, una amiga me ha escrito: «Por cierto, leyendo también a Pablo D’Ors, citaba un pasaje en que aparecían los fariseos y no sé si lo decía expresamente o yo reflexioné así: Jesús no ha sido clemente con ellos, aunque tiene su explicación, claro».
De Pablo d’Ors, nieto del ilustre miembro del movimiento novecentista, Eugenio d’Ors, sólo he leído un libro y me gustaría conocerlo mejor, por lo que he quedado en hablar sobre ello con mi amiga y comentar su e-mail. A mí también me sorprende la mala “química” entre Jesús y los fariseos, que los evangelios dejan entrever.
Pero mientras llega la oportunidad, he dado vueltas en la cabeza a esa supuesta falta de clemencia de Jesús, y he barruntado una teoría que les cuento a modo de aproximación al tema y por si piensan que tiene algún valor para los tiempos en que vivimos.
Una de las diatribas más duras entre Jesús y los fariseos se produjo a propósito de la curación de un ciego de nacimiento. Los fariseos acusaron a Jesús de quebrantar el descanso sabático, negaron que el beneficiario hubiera sido ciego, llamaron a declarar a sus padres y acosaron a aquel pobre hombre hasta expulsarlo de la comunidad, porque se negaba a suscribir sus tesis.
El lance terminó con un lamento. Jesús, cuando se enteró del rifirrafe, censuró a los fariseos, que le preguntaron a modo de defensa: «¿Es que también nosotros somos ciegos?», a lo que les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: ‘Vemos’, vuestro pecado permanece».
Al empecinarse en sostener su punto de vista teniendo los hechos en contra, se volvieron ciegos y malvados. Pienso que fue la honestidad de Jesús frente a la hipocresía de aquellos dirigentes la causa de la poca clemencia que mi amiga ha detectado.
Lo malo es que este tipo de comportamiento prolifera en nuestros días, particularmente entre la clase política. Gracias a las hemerotecas, asistimos con frecuencia al bochorno de ver desenmascaradas las mentiras de algunos políticos con mando en plaza, sin que el menor atisbo de rubor coloree sus mejillas. Y es entonces cuando uno se siente inmisericorde y suspira que vuelvan los tiempos en los que éramos capaces de mantener el valor de la palabra. Sin él, la vida resulta extremadamente ingrata.