Entre los médicos maduros de la atención primaria, parece que muchos se encuentran tentados a colgar definitivamente sus batas blancas y dejar el fonendoscopio en el cajón. Es un triste adiós a las batas no deseado, pero que, sin embargo, tiene sus razones. No es una huelga, no es una reivindicación laboral. Es una ola de agotamiento que, naturalmente, afecta a toda la clase sanitaria, y también a los profesionales jóvenes, agobiados por el último embate de la pandemia.
Pero en el caso de los doctores próximos a la jubilación, se convierte en un impulso, en algunos casos definitivo. Este les empuja a alejarse del oficio que aman, algo que no harían en otras circunstancias. Al menos hasta la edad en que ya no se puede continuar por razones biológicas.
Por supuesto que la causa directa e inmediata es el Covid-19, pero hay más factores de hastío que se añaden y que crean una montaña de estrés, y entre ellos está la pérdida de tiempo en las consultas. Se quejan de una burocracia que les obliga a dedicar sus horas de trabajo médico a rellenar papeles. Profesionales sanitarios insustituibles que necesitaron una década de estudios y formación, se ven obligados a hacer de administrativos en plena era digital, cuando hay decenas de desempleados apuntados en el paro que serían aptos para tareas similares.
Y el primer resultado es que una mayoría de nuestros médicos se van cada día a casa, además de cansados, con la angustiosa sensación de que no han podido hacer bien, por falta de tiempo, sus reconocimientos, sus diagnósticos, sus tratamientos. En definitiva, cumplir con el sagrado juramento hipocrático: curar a la gente.
Todos los trabajos que se ejercen con espíritu de servicio, incluso los mas humildes, pueden ser heroicos. Pero de todos los oficios, el médico de trinchera, el de familia, el médico rural –junto con el de maestro– me parece el más bonito y entrañable. Como sucede con todas las tareas en contacto directo con el dolor y la muerte, este es una profesión en la que nadie se mete para hacerse rico.
Estamos de nuevo ante nuestra incompetencia pública más contumaz. La más antigua y más renuente al cambio: la burocracia improductiva. Volvemos al demonio que nos acompaña desde los tiempos de los reyes de la casa de Austria. Nuestra impávida e imperial burocracia nos impide ponernos en el nivel de productividad de otros países. Es una barrera invisible, pero barrera.
Tenemos casi todas las cosas necesarias para ser el lugar más próspero del mundo, pero nuestros trámites arruinan las ganancias, y ello generación tras generación. El afán de registrarlo todo sin separar el grano de la paja, lo útil de lo inútil, alineando recursos con objetivos, hace que al final nadie controle nada, ni se separe el grano de la paja, ni se avance.
Menos mal que Hacienda es una excepción, también probablemente porque para tener un Imperio como el nuestro tuvimos que aprender a cobrar los impuestos puntualmente. En este caso actual de la pandemia, el asunto nos afecta mucho no separando a los médicos del papeleo excesivo.
Habrá necesidad de obtener datos imprescindibles para la salud pública –como habrá otras necesidades administrativas, claro que sí– pero no es de recibo que los facultativos trabajen más agobiados por esta causa. Estos hechos inverosímiles han sido denunciados por colegios profesionales y asociaciones de sanitarios, y aún por la prensa; pero el Estado español, ahora en sus trasferencias a las CCAA, no sabe o no puede paliar la mala asignación de recursos.
En plena era digital se considera que esto es lo que hay. Tal vez por ello este problema no levanta tumultos, ni manifestaciones, ni moviliza minorías. Nos resulta más fácil hablar mal de los políticos; echarles la culpa de todo, pero olvidarnos después de exigirles eficiencia administrativa. Nos hemos acostumbrado a la burocracia y no es tan propia y variada como los modos de hacer una tortilla de patatas.
Me temo que por eso nos va tan mal en tantas cosas. Y el caso es que no sobran empleados públicos en España; simplemente nos falta eficiencia. No lo digo yo; lo dice desde hace años el ‘Ranking Mundial’ de la revista “The Economist” y lo ha dicho nuestro director del Instituto Nacional de la Administración Pública: “…El principal problema que tiene la Administración Española es la productividad”. No se puede hablar ni con más autoridad ni más claro: el impacto negativo en el PIB debe ser incalculable, pero yo nunca lo he visto citado como un problema en ninguna lista de las preocupaciones de los españoles. Es asombroso. ¿Hasta cuándo?