Ante el dolor que provoca una catástrofe natural, como el terremoto que asoló a Turquía y Siria el mes pasado, la valentía y solidaridad de ese puñado de hombres y mujeres beneméritos, que se lo han jugado todo para encontrar y rescatar supervivientes, ha puesto una nota de admiración y esperanza en un panorama desolado y desolador.
Las lágrimas de alegría de estas buenas gentes, cuando lograban sacar de entre los escombros a un niño o a una anciana, emocionan. Pero han chocado violentamente con la frialdad con la que, en esos mismos días, el Tribunal Constitucional sancionaba que la ley de plazos a favor del aborto es constitucional, con lo que se entiende que el aborto es un derecho.
Por más fintas argumentales que puedan hacerse, uno no llega a entender cómo se compagina el artículo 15 de nuestra Constitución, que declara que “todos tienen derecho a la vida”, sin exceptuar al nasciturus, con una ley que sanciona como un derecho el impedir que ese ser ya concebido siga viviendo.
Los actuales conocimientos sobre el ADN, las ecografías 3D, 4D y 5D reafirman la convicción de que no es razonable negar la existencia de una nueva vida en el seno de una mujer embarazada. El contraste entre los bomberos que rescatan vidas humanas y la sentencia del alto tribunal es demasiado violento para que no produzca una profunda tristeza en cuantos profesamos algún respeto por la inviolabilidad de la vida humana.
A mediados del siglo II se difundió en los círculos cultos del imperio romano un escrito que se conoce como Carta a Diogneto, cuyo autor explicaba a un amigo suyo quiénes eran los cristianos, entonces duramente perseguidos, y, entre otras cosas, le decía: “Los cristianos se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen [no se deshacen] los que les nacen”.
Alan Kreider, doctor por la Universidad de Harvard, se ha preguntado, en su libro The Patient Ferment of the Early Church, publicado en 2016, cuál fue la causa del sorprendente y, a pesar de la oposición de las leyes y de las convenciones sociales, improbable crecimiento de los cristianos en el Imperio romano. Fue el comportamiento de los cristianos en sus relaciones diarias y, en concreto, su respeto a la vida en una cultura en la que la vida humana era moneda de cambio sin valor alguno, lo que produjo un hondo impacto en sus vecinos.
Entre penalizar el aborto, cosa que no deseamos, y reconocer que es un derecho hay demasiado trecho como para que pueda saltarse con una ley de plazos, que siempre dejará desprotegido al nasciturus precisamente cuando es más frágil e indefenso. No está de más recordarlo, en un tiempo del que cabría esperar que el estado de derecho tuviera más imaginación para tutelar los derechos de todos, también de los más necesitados de protección, en lugar de legitimar el derecho a eliminarlos.