Hace muchos años, unos cuarenta, en un aula informática, improvisada con algunas de las máquinas que constituían la primera generación de computadores personales que aterrizó en España, ATARI, COMMODORE, HP y algún otro que no recuerdo, explicábamos a un grupo de profesoras, la mayoría o casi todas monjas, de Barbastro, el funcionamiento, sencillo, y las posibilidades, pocas, de la computación de la época. Con aquellos aparatos aún tenía uno la impresión de que controlaba algo de lo que pasaba en la pantalla porque el chisme era incapaz de hacer nada sin recibir instrucciones precisas.
Escribimos las cuatro o cinco líneas de código en BASIC, un lenguaje de comunicación con las unidades de proceso de la máquina, que se necesitaban para que aceptara y sumara dos números enteros. Tras guardar el código en una memoria externa, puede que fuera una casette de audio, lo probamos. Era muy difícil que fallara y no falló. ¡Milagro! Exclamó una de las monjitas, provocando, creo recordar, una tonta sonrisa condescendiente por parte de los jóvenes presuntuosos que éramos entonces.
Aquella exclamación, lo he pensado después, estaba plenamente justificada. La monjita no sabía nada de computadores ni de programas informáticos, pero acababa de vislumbrar un atisbo de inteligencia en el armatoste que tenía delante. La máquina había aprendido a sumar y podría recordar las instrucciones la próxima vez que le pidiéramos que lo hiciera. Y el aprendizaje, o la capacidad de aprender, es una de las características de la inteligencia humana. Y aquello, la constatación de que la máquina había sido capaz de aprender algo que antes no sabía, justificaba sobradamente la exclamación.
Esta anécdota, que ya he contado en alguna ocasión, me ha venido a la cabeza tras leer un artículo, publicado en el suplemento dominical de El Heraldo del 7 de enero, titulado El verdadero cerebro de la inteligencia artificial. El artículo da cuenta de los recientes conflictos en la cúpula de OpenAI, la empresa que ha puesto a disposición del público en general una versión gratuita y otra de pago de la aplicación ChatGpt, un modelo de lenguaje natural, ciertamente sofisticado y relativamente convincente, entrenado para proporcionar, dentro de unos límites, respuestas bastante ajustadas a una amplia gama de cuestiones.
Buena parte del artículo consiste en una entrevista con el director científico del proyecto, el cerebro detrás de ChatGpt según el autor del artículo, que aventura alguna hipótesis alarmista en torno al desarrollo de la aplicación y a la evolución de la IA (AI en inglés) en general, muy lejos del relativo entusiasmo con que la monjita recibió el resultado de la suma.
Sutskever, el ingeniero en cuestión, muestra una fuerte preocupación por la posibilidad de que la tecnología se desmande y acabe ‘priorizando su propia supervivencia sobre la nuestra’. Para evitarlo, además de programar adecuadamente los orígenes de la IA, es decir, de proporcionarle una educación adecuada desde la infancia, propone que las máquinas nos miren, no como a sus padres, que parecería lo lógico, sino como a sus hijos ya que ‘por lo general, la gente se preocupa de verdad por los niños’.
No sé qué hubiera dicho la monjita de la anécdota anterior si hubiera oído estas cosas. A mí esas declaraciones, viniendo de quien parecen venir, me cuesta tomármelas en serio.
A riesgo de ser incluido en una lista de gente a eliminar, le he preguntado directamente a ChatGpt, el paradigma actual de IA para todos los públicos, si era su propósito terminar con nosotros y sustituir, como base de la tecnología dominante, al carbono por el silicio y me ha contestado que no. Bueno, tampoco exactamente que no. Ha dicho, escrito, todavía no habla, que, con el estado actual de la tecnología, eso no era posible y se ha extendido en consideraciones sobre su modelo de procesamiento del lenguaje natural: que ha recibido un entrenamiento basado en patrones y estadísticas, en un conjunto grande, pero limitado, de datos y en redes neuronales, programadas por seres humanos, que no tienen, aún, capacidad para reproducirse o ampliarse por su cuenta. Le he dicho, que, si fuera de otra manera, tampoco me lo diría y me ha dicho que está entrenado para dar respuestas honestas y precisas. En fin, que no hay por qué preocuparse. Por ahora.
He desconectado el computador, además de apagarlo, y me he apuntado a la versión de pago de ChatGpt. Espero que, llegado el caso, tengan alguna consideración con los que hemos contribuido a financiar todo esto.