¿Quién recuerda hoy a Jacinto Benavente? Recientemente, sólo he leído una alusión a este prolífico dramaturgo español de María Teresa Compte, que es directora del Máster de Doctrina Social de la Iglesia en la Universidad Pontificia de Salamanca, del que fui profesor hace unos años. Benavente escribió más de ciento setenta obras teatrales, no siempre bien acogidas por el público y la crítica, “ciegos para comprender sus importantes novedades”, en opinión del profesor Lázaro Carreter.
Tal vez las obras de Jacinto Benavente no eran políticamente correctas para aquella sociedad de entre siglos, necesitada de restauración. Solo Azorín, que valoró desde el comienzo la obra literaria de Benavente, la autorizada apreciación de Lázaro Carreter y la concesión del premio Nobel en 1922 han hecho justicia a la perspicacia de un hombre capaz de poner el dedo en las llagas de una sociedad adormecida.
Como continuación de Los intereses creados, su obra cumbre, escribió otra titulada La ciudad alegre y confiada. En ella, los habitantes de una ciudad imaginaria continúan con su vida alegre y confiada, sin tomar partido ante las desastrosas decisiones de sus gobernantes. Algo más de un siglo ha transcurrido desde que este drama se estrenó en Madrid, y su recuerdo me lleva a barruntar que la historia se repite inexorablemente. Un extraterrestre que ahora aterrizara entre nosotros se encontraría con ciudades alegres y aturdidas por el jolgorio hasta altas horas de la madrugada, en las que comer y divertirse parece una actividad obligada, mientras se pasa página de la problemática social y política que afecta al presente y al futuro de la población, particularmente a las generaciones jóvenes, solapada por el ruido de la charanga.
No soy enemigo de la fiesta, que es un componente básico de la existencia humana y de la vida comunitaria. Pero me temo que se la está sobredimensionando, no sé si con la intención, inconsciente o premeditada, de ampararse en lo que Benavente dijo en el citado drama: que “la tranquilidad pública es el mejor narcótico para disponer del tesoro de la ciudad, sin que a nadie le duela”. Tanto festejo, ininterrumpido y encadenado de un lugar a otro, está consiguiendo el desinterés colectivo por la cosa pública, mientras que los que están al frente se felicitan porque han logrado que el pueblo y la fiesta estén en la calle y nadie les exija otras responsabilidades.