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Pedro Escartín Celaya A cuatro manos
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Aplausos y lamentos

Pedro Escartín Celaya A cuatro manos
04 julio 2024

Ha pasado un mes desde la despedida oficial que Barbastro tributó a las Siervas de María y aún resuenan en mis oídos los calurosos aplausos que jalonaron ese acto en el transcurso de la celebración eucarística con la que se dio gracias a Dios por la existencia de estas mujeres. Aplausos merecidos, sin duda alguna, después de más de un siglo de servicio, generoso y desprendido, a cientos o miles de enfermos y a sus familiares de nuestra ciudad. Pero mientras vibraba el ruido del aplauso, dos pensamientos ensombrecieron mi ánimo.

El primero, con formato de pregunta: ¿podemos sentirnos satisfechos con el homenaje del aplauso y el regalo de una placa conmemorativa? Las Siervas llegaron a Barbastro en el año 1898 impulsadas por el carisma de su fundadora, Soledad Torres Acosta, mujer sencilla y pobre, que, en el barrio de Chamberí de Madrid, sintió la llamada a reunir un grupo de mujeres dispuestas a cuidar gratuitamente a los enfermos sin recursos en sus domicilios. En aquel tiempo, las prestaciones sociales y hospitalarias eran precarias, mucho más que en la actualidad, y, sin embargo, dio vida, en 1851, a una Congregación Religiosa que se autoidentificó como de “ministras de los enfermos”. Cuando, en el año 1970, el papa Pablo VI declaró santa a esta mujer dijo que “no debemos olvidar un rasgo específico, propio del genio cristiano de María Soledad, el de la forma característica de su caridad: la asistencia prestada a los enfermos en su domicilio familiar, forma ésta que ninguno había ideado en forma sistemática antes de ella, y que nadie antes de ella había creído posible”. ¿Es suficiente premiar con un aplauso la entrega generosa de estas mujeres o hubieran preferido el compromiso de algunas jóvenes dispuestas a seguir su estela de servicio?

Por ello, el lamento invadió mis pensamientos e incomodó mi ánimo. Las Siervas se van de Barbastro porque la actual sequía vocacional impide mantener abierta una casa en la que la avanzada edad de quienes la habitan, con los consiguientes achaques de su salud, no les permite ir a cuidar enfermos en sus casas, ya que ellas mismas necesitan ser cuidadas. Y no pude menos de lamentar que esta cultura insensible y plana en la que nos movemos no sea el mejor caldo de cultivo para fomentar en los jóvenes compromisos solidarios, poco rentables y duraderos. Ahora tenemos seguridad social, pero se extiende la soledad no deseada como una nueva y penosa enfermedad.

No es fácil que las iniciativas a las que se les cuelga, como reclamo, la etiqueta de “solidarias” hagan cuajar vocaciones de servicio de por vida, pues resultan más atractivos los que parecen satisfechos con una existencia egocéntrica.

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