Da igual el tema. Diga educación, escoja sanidad o grite trasvase. Cualquier excusa les parece buena a nuestros políticos para hacer apología de lo suyo y denostar al otro, a sus antepasados, a su aspecto físico, a lo que un día dijo o a cualquier cosa susceptible de usarse para burlarse y humillar.
Si además se puede hacer un chiste ramplón o un juego de palabras, mejor que mejor. ¿Que faltan médicos? Muy fácil: los de antes (o los de ahora) lo hicieron (lo hacen) peor. ¿Qué desde Cataluña (o Murcia) quieren agua? Pues nos negamos todos pero nos damos codazos insinuando que alguno se llevaría el agua aunque fuera en cantimploras. ¿Y si cada vez somos más zoquetes en matemáticas y lengua? ¿Y en historia y música?
Si a estos próceres se les aplicaran las mismas reglas que ellos usan, mal, en sectores tan vitales como la salud o la educación, les haríamos contratos de 24 horas, de una semana, de un mes a lo sumo, para que vieran qué supone la inestabilidad laboral como ecosistema. O, ante una de estas discusiones cuajadas de matonismo con las que nos animan las semanas, podríamos expulsarles o, incluso, qué maravilla, quitarles el móvil y dejarlo bajo llave en la taquilla bajo supervisión de la dirección del centro.
Qué hartazgo, qué desazón. Qué impotencia ante una realidad en la que hay enfermos aguardando meses una prueba, una visita o una intervención; un mundo con familias obligadas a elegir entre poner la calefacción o comer. Existe un medio rural al que siguen sin llegar servicios básicos, un territorio sin comunicaciones, ni cajeros, ni wifi, pero al que se le piden constantes sacrificios en sus recursos naturales o paisajísticos por una solidaridad que siempre acaba siendo unidireccional.
Pero ellos, otra vez, a la bronca, al puñetazo verbal y a la maraña narcotizante de relatos para entretener a una sociedad que, y ahí está el problema, da la espalda a las matemáticas y a la compresión lectora.