La vida religiosa apostólica nace en la Iglesia por impulso del Espíritu y desde la seducción de Dios como Absoluto, movida por un deseo de presencia y servicio a los demás. Su forma de vida se hallaba muy bien identificada hasta los albores del Concilio Vaticano II con estas características:
- Número elevado de miembros que vivían juntos en un edificio de grandes dimensiones (el convento) y con espacios comunes amplios (capilla, comedor, patios).
- Una vida regulada por normas abundantes, fijas y claras.
- El modo de vestir es igual (el hábito).
- Había una separación del mundo exterior (clausura o semiclausura).
- La oración comunitaria era abundante, frecuente, numerosa, con predominio de lo devocional, y era la que marcaba la distribución del tiempo.
- La finalidad apostólica llevó a convertir la vivienda en lugar de trabajo o en taller. La casa-convento fue a la vez un colegio, un hospital, un asilo, una residencia.
- La comunidad es autosuficiente. Todos los miembros de la comunidad trabajan en la misma obra. Los beneficiarios de la acción vienen a la casa religiosa; los religiosos apenas salen de ella para nada; las necesidades personales se resuelven por lo general dentro de la misma casa.
El Concilio promovió unas líneas de renovación que provocaron una serie de reformas y que hicieron surgir una nueva figura. En ella, se dan estos cambios:
- La vivienda se separa del trabajo.
- La gran comunidad conventual se divide en comunidades más pequeñas.
- Se habilita un ala del gran edificio para hacerlo más acogedor y familiar, o se pasa a vivir a un apartamento o un piso, una vivienda de vecindad en un barrio o en un pueblo. Así se hacen más cercanas y presentes en el contexto social.
Estas comunidades presentan, una doble fisonomía. Se trata de “comunidades de autorrealización” o de “comunidades de misión”.