Decía Charles de Montesquieu que los españoles habíamos hecho inmensos descubrimientos en el nuevo mundo pero que no conocíamos aún nuestro propio continente. Que había ríos en algunas zonas que todavía no habíamos visto y en nuestras montañas, naciones que nos eran desconocidas. Parece un chiste de esos de “un francés le dice a un español…” pero es cierto, el francés aquí tiene razón. No solo eso. Le pone palabras a una anécdota, la del día que dije ‘tajador’ en la universidad. Era uno de los primeros días de clase en Madrid y sí, lo confieso, pasé vergüenza. Primero, por las risas burlonas de aquellos que me escucharon. Segundo, por ignorante. En mi colegio siempre había tajadores. En mi casa siempre se escobaba. Y yo siempre iba de propio a los sitios. No había discusión.
Esa fue la primera gota. La segunda fue el temario de una asignatura del segundo cuatrimestre de mi primer año en Periodismo. ‘Lengua castellana’. En aquel tema de dialectos y lenguas uno de los puntos era el aragonés. Y aunque fue la primera y última vez que lo vi en mis apuntes, fue suficiente.
De eso hace ya 7 años. Y desde entonces, me he enamorado de mi tierra desde el exilio. Del camino de la boquera con los boquetes en el suelo, del verano a la orilla del Cinca, de la sirena de las 12, de las chiretas de los domingos y hasta de la dichosa boira preta. De todo aquello que un día aborrecía y también de lo que nunca me había interesado. Desde la historia del Santo Grial a lo que ocurrió en Jánovas. Todo esto se lo confesaba un día a un amigo que me desarmó en cuestión de segundos:
– Y sin embargo, eres una desertora.
– Volveré
– Pero, ¿y si no lo haces nunca?
A día de hoy no tengo respuesta y sigo viviendo en Madrid. Para compensar, a todos cuantos conozco, les digo de dónde vengo como un apellido más. Les hablo del vino, del tomate y de las mejores fiestas. De los crespillos y de las benditas chiretas. Del amanecer que cada día me fotografía mi abuelo desde la boquera y, sobre todo, de mi gente.
Y poco a poco he ido comprendiendo que los que, como yo, somos desertores de una tierra a la que prometemos volver, también tenemos nuestro papel. Que aunque no se nos vea los domingos por la tarde paseando por el coso, también sumamos. Insistimos en que la gente venga.
Compartimos la longaniza que nos traemos de casa y descorchamos botellas de 234 para que todo aquel que nos encontremos sepa que pasado Huesca, detrás de El Pueyo, se esconde una joya.