‘Al levantar la vista’ quiere hablar hoy de la importancia de la Música, y no pretende ser un obituario. Ya los ha habido antes en estas páginas, y muy buenos. Debe ser así, un no-obituario, a pesar de que el personaje que mejor representó la Música en Barbastro durante mas de medio siglo acaba de desaparecer para siempre don Julio Broto, llevándose con él una de las biografías ilustres mas importante en la vida de la ciudad.
Varios estudios han demostrado que la música tiene muchos beneficios para quien la escucha y que sus poderosos y mágicos efectos van desde mitigar la tristeza hasta reducir el estrés, amen de producir notables efectos en el aprendizaje de los niños y adolescentes y, en general, mejorar las facultades intelectuales en todas la edades.
La música no deja a nadie indiferente, cambia los estados de ánimo y es, entre todos los placeres que el ser humano tiene a su disposición, el más barato. A mí particularmente, como experiencia, me sirve de estímulo para escribir o hacer deporte, si bien esto último –qué le vamos a hacer– algo menos.
Además, acompañarse de sonidos musicales tiene la enorme ventaja de que carece de contrapartidas sobre la salud. Y sin embargo, a esta actividad o creación cultural tan enriquecedora no se le dedican en nuestro país los recursos públicos necesarios como para que su práctica fuera general y diversa, tal como correspondería a su importancia en nuestras vidas.
Hace años, a principios de los setenta, y a pesar de no ser un experto musical, elegí como tesis de fin de carrera el tema de la industria cultural, y más concretamente el uso de la música clásica en España.
Y lo hice con el ostentoso título de “La gran música vive con nosotros”, pretencioso ensayo encuadernado en un tomo de 260 páginas llenas de datos y cifras sobre medios y audiencias, soportes de radio y televisión, que iba acompañado por una no menos espectacular película de un par de minutos, rodada en las calles risueñas de aquella Zaragoza con una cámara de cine amateur de 8 milímetros.
Mi ignorancia musical no impidió el milagro de que aquella tesis recibiera los elogios del Tribunal, que me dio una buena nota. Ello se debió, básicamente, a que mis carencias de formación en la materia musical fueron compensadas por la numerología y la estadística, siendo más bien este un trabajo de análisis de marketing, no artístico.
Tales méritos no podrían arreglar de forma permanente mi oído defectuoso, lo que se llama comúnmente un oído tan desgraciado que una simple tapia de ladrillo le supera en sensibilidad. Ese grave defecto era de origen formativo, educacional, el que desde niño me ha imposibilitado sacar todo el provecho de las oportunidades que tuve de escuchar buena música en cualquiera de sus versiones, popular, clásica o contemporánea.
Tal vez la única modalidad que pude reconocer, por su acento más intimo y sencillo, es la música local o popular; la que suele venir plagada de acentos que de alguna manera me son familiares, tal vez por aquello que el gran científico de la mente, el psiquiatra Jung , definió como un conocimiento espontáneo de las cosas, el “inconsciente colectivo”. Me encantan hasta la lágrima las jotas en general y las tonadas de la Ronda de Boltaña, a la que de paso, Dios bendiga.
La música nos acompaña y nos rodea en todo momento, allá donde vayamos, pero si no penetra en nosotros como es debido, su provecho curativo es mínimo. Por ello no podré perdonar que no se me educara en la música a su debido tiempo, y mucho menos que en la formación en los niños de ahora se ignore esta “asignatura” y se la relegue en beneficio de otras.
Existe una idea muy extendida y peligrosa entre las familias y es que los niños tienen que aprender muchas cosas útiles para ganarse el pan del futuro, cuando lo único que resulta de verdad útil a la larga es incentivar su curiosidad para que sigan aprendiendo toda la vida. Darles la música a los niños es garantizarles un trozo de esa felicidad que luego tanto les costará conseguir.
Don Julio Broto perteneció a una de las sagas familiares musicales más potentes de Aragón. Aunque su vocación era religiosa –como la de su hermano Joaquín, también compositor y organista– su oficio fue enteramente la Música, a la que entregó su vida.
Creador, pianista y organista fue también un maestro de músicos y agitador cultural, promoviendo instituciones como la Coral Barbastrense y la Banda Municipal. Era, además, un aragonés y un barbastrense elegante y paradigmático, peinado con raya, de libro. Le recuerdo con inmenso cariño acompañándome de adolescente con Javier Nadal en nuestro primer viaje a Madrid –un viaje inolvidable y rocambolesco por el que tuve que hacer un retrato de don Julio en mi libro ‘Elogio de la Chireta’ del que espero me haya perdonado–.
Y también le recuerdo en aquellas sesiones privadas, generosas, tres o cuatro gatos, en la semi penumbra de la catedral, a base únicamente de alguna composición suya y de sus atronadoras y famosas fugas de Bach; aquellas fugas que retumbaban como truenos inmisericordes en el suelo de piedra, en las columnas y en las altas bóvedas, en nuestros cráneos juveniles y, por azar, golpeaban el pecho de algún turista despistado que de visita por allí se encontraba con el espectáculo delirante de sus manos corriendo por el teclado inverosímil, totalmente abstraídas ellas y su cabeza de este mundo terrenal. Y poseído el buen canónigo y mejor persona –así lo veía yo, envuelto por su música– galopando feliz a lomos de grandiosos chorros de música fugándose de los infinitos tubos de metal de su órgano.
Esto parece ya un obituario pero no lo es. Don Julio Broto era la Música y esta nunca muere.