El señor vestido de oscuro, el profesor Draghi, quien con su celebérrima frase salvó el euro en 2010, cuando dijo aquello de “¡lo que haga falta!”, ahora nos propone colocar sobre la mesa 800.000 euros anuales los próximos años. Apuesto una merienda a que lo conseguirá. Si no fuera así, doña Úrsula Von der Leyen no lo habría auspiciado.
Para entendernos, se trata de hacer lo que un buen albañil llamaría un planché, una maña ancestral para reparar un suelo agrietado soportado por vigas de madera desigualmente carcomidas. Para ello se prepara una buena colada a base de cemento, agua y arena y, antes de que fragüe, se extiende una capa gruesa, bien prensada contra las paredes. Quedará entre estas una losa de hormigón bajo la cual ya no importará cuán enfermas están cada una de las vigas. El suelo aguantará bien el peso que le echen.
Pues eso es el Plan Draghi. No interesará a nadie saber si España o Grecia tenían las vigas más podridas, si la alemana era la más gruesa o Malta la más delgada, aunque todos creímos que la italiana fue siempre la más elegante y refinada. Todos los tablones quedarán rasos, su efecto sustituido por el planché comunitario.
Esta idea del albañil nunca ha gustado a Alemania ni a su entorno. Dicen ellos que los del Sur vivimos demasiado bien, pero Draghi alega en su informe que necesitamos imperativamente esa inversión comunitaria para salvar la competitividad perdida –la alemana en primer lugar– ante los dos colosos, China y EE. UU.
Nos estamos convirtiendo en un parque temático, un continente con una industria poco productiva y que, por ello, cada vez exportamos menos. Necesitamos mejores salarios para nuestros jóvenes y, para ello, más investigación. Más tecnología. Más productividad. Más coches (eléctricos, claro). Más científicos. Más ingenieros. (Visité China en el año 2001 y ya salían entonces más ingenieros de la universidad de Shanghái que en toda Europa).
Las guerras nos inundan la agenda informativa. Los problemas de la política y sus miserias nos distraen. La supervivencia diaria nos agobia. Todo eso va a continuar, lo sabemos. Pero podemos hacer algo necesario, cosas concretas, por ejemplo, fabricar semiconductores, chips. Ahora no fabricamos –ni uno de muestra– y aún esperamos poner la primera piedra de la fábrica. Los chips están en todo. Si los chinos dejan de vendérnoslos, incluso las gallinas dejarán de poner huevos.
El profesor Mateo Valero –padre de la supercomputación en España– lleva peleando años por una fábrica europea. Es una necesidad existencial, incluso para los que no creen ni en la tecnología ni en Europa. La catastrófica crisis de 2008 se podría haber paliado en su momento con un buen planché. Draghi volverá a elevar su voz y ojalá pueda poner pronto en marcha su plan de productividad, no solo los chips. Para eso está Europa.