No quisiera que la “procesión del silencio”, envuelta con las numerosas celebraciones de la Semana Santa, pasara desapercibida. Su austeridad silenciosa es el contrapunto del vigor sonoro de los “pasos” procesionados. El retorno de cada “paso” a la paz de los templos que los acogen marca la conclusión de un largo esfuerzo. Sin embargo, esta procesión lleva en su entraña el momento de mayor intensidad contemplativa, porque despierta en el alma el amargo sabor del silencio de Dios.
Los tres evangelistas sinópticos recogen en sus relatos de la pasión de Cristo ese amargo sabor, especialmente en el momento intenso y abominable de los ultrajes que los jefes del pueblo y los que pasaban por el lugar del ajusticiamiento lanzaron a un crucificado ya agonizante. ¿De qué se burlaban? Un evangelista lo narra con precisión cuando escribe que lo increpaban diciendo: “Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz. ¡Es el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos”.
Pero ni Dios fulminó a aquellos desconsiderados ni Jesús bajó de la cruz, y no obstante son millones los que han creído y creen en él. Este silencio de Dios sorprende a quien revive el relato y resulta incomprensible para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, acostumbrados a buscar en la inteligencia artificial respuestas inmediatas y prefabricadas.
Muchas personas, entre las que me cuento, se preguntan por qué Dios no tomó partido frente a las atrocidades perpetradas por los responsables del campo de concentración de Auschwitz o por qué no elimina a otros muchos dictadores que han masacrado y masacran injustamente a tantos seres humanos. Cuando vemos las imágenes de esas criaturas indefensas vapuleadas por guerras incomprensibles, que diariamente nos sirven los medios de comunicación, toma cuerpo en nuestro ánimo la pregunta por el silencio de Dios.
Pero llegados a este punto, he de advertir al lector que no cometeré la insensatez de pretender explicar por qué Dios no toma partido, de forma visible e inmediata, frente a los desmanes del ser humano. Sería demasiado atrevido que un ser mortal y limitado pidiera cuentas a Dios y pretendiera decirle cómo debe actuar, basándose en lo que él haría, si estuviera en su caso. Si me atreviera a pedirle cuentas, volvería a resonar en mis oídos la respuesta que la sabiduría bíblica dio a Job cuando éste se sintió tentado de pedir cuentas al Creador por sus desgracias: “¿Quién puede dar lecciones a Dios? ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia. ¿Quién encerró con puertas el mar, cuando se derramaba saliéndose de su seno?”.
Y sin embargo confieso que, al acatar la voluntad divina, no afirmo que Dios permanece impasible haciendo la vista gorda ante la injusticia. Dios no es el imbécil que murió víctima de su compasión, como decía Nietzsche; Dios toma partido a favor del justo maltratado, pero no estalla en el ardor de su cólera, porque “soy Dios y no hombre”, como dice el profeta Oseas. Dios es capaz de conceder un plazo de gracia para posibilitar la conversión, sin olvidar que en un mundo injusto la justicia llega a ser una obra de misericordia para con los que han sido oprimidos y privados de sus derechos.
Horas después de la procesión del silencio se escenificará el “encuentro” del Resucitado con su dolorida Madre, que cambiará el negro manto del luto por el luminoso manto blanco de la vida resucitada. La convicción más segura que la Semana Santa ofrece a los hombres es que el Crucificado ha resucitado. Pero el acoplamiento del tempo de Dios no siempre encaja con las expectativas del tempo de los hombres. Éste es uno de los polos más sensibles del misterio de la existencia humana y, aunque no sea diáfano, no deja de ser verdadero.
La historia de Jesús de Nazaret, particularmente en las intensas horas de su pasión, muerte y resurrección, es la prueba palpable de la implicación de Dios en el drama de la Humanidad. Como dijo Jesús a un notable fariseo que quiso sincerarse con él: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”, aunque le advirtió de que para lograr esta meta “hay que nacer de nuevo”.
El silencio de Dios reclama silencio para hacerse cargo del hondo torbellino de sentimientos e historia escenificados en estos días. Por ello, la Semana Santa conduce hacia la “procesión del silencio” –un tiempo de meditación contemplativa y silenciosa– que invita a hacernos cargo de que el drama de Jesús ha concluido con un derroche de vida.