La libertad de prensa, cuyo día hoy celebramos, siempre tendrá enemigos. Pero, como manifestación concreta de la libertad de expresión que es y a la que todos tenemos derecho, nunca le han faltado ni le van a faltar defensores. Basta con escribir este editorial, o leerlo, para materializar una libertad individual que, lejos de ser un regalo, conlleva su obligatoria responsabilidad.
Qué bien lo supo expresar la Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano en 1789: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciados del hombre; todo ciudadano puede por lo tanto hablar, escribir e imprimir libremente, a condición de responder a los abusos de esta libertad en los casos determinados por la ley.”
Por la ley. No por la intimidación del poder ni por sus amenazas, al medio o a la persona. No por la censura previa ni por la autocensura sobrevenida en la estela de lo políticamente correcto. No por la presión económica, por los chantajes velados o los castigos en forma de vetos, señalamientos o ruedas de prensa sin preguntas. No porque alguien decida arrogarse el poder de decidir de qué se puede hablar y de qué no; cuándo, dónde y cómo hacerlo. Ni siquiera por la presión popular.
La libertad de prensa y la libertad de expresión son pilares de un Estado de Derecho sano, firme y democrático, instrumentos al servicio de la transparencia, la rendición de cuentas y la sana confrontación de ideas.
Sin su ejercicio, que es libre o no es, la sociedad estaría privada de información crítica, y su capacidad de cuestionar, debatir y fiscalizar se vería restringida. Porque en un clima político y social cada vez más polarizado, la prensa libre tiene el poder de iluminar los rincones oscuros y mantener a los poderosos bajo escrutinio constante, siempre bajo el faro de la verdad que, hay que puntualizar, no tiene dueño.