Lo que está a la vuelta de la esquina no son las vacaciones y el verano, sino la dura vuelta al cole. Hoy lo que se lleva en la prensa no es el horizonte de un verano plácido y viajero a los mares del Sur, sino un otoño cargado de malos augurios.
Aparte de que tampoco deja de preocuparnos la última ola de Covid 19 –pertinaz pandemia– sigue enquistada la guerra en Ucrania y, con ella, sus pésimas consecuencias económicas: la inflación desbocada esquilmando bolsillos y también la escasez de productos y materias primas.
Son heraldos negros que anuncian una temporada difícil. Parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo en anunciar una recesión económica. Si nos queda algún consuelo, es el de los tontos: mal de muchos, es menos malo.
En efecto, en toda esta batería de pésimas noticias, se aprecia que la situación es similar en las economías próximas. Sin embargo, en las fotografías publicadas en los últimos días sobre la reunión mantenida por el G-7 en los Alpes, se ve a los líderes mundiales en mangas de camisa tronchándose de risa. “Pues no será para tanto, piensa algún lector –si se ríen, será porque las cosas no están tan mal como dicen–”. Tal vez se trate de una risa de circunstancias, de esa que suele poner la gente al final de los entierros cuando quiere expresar que el difunto ha muerto feliz y descansa en paz.
Pero no; las crónicas publicadas de la reunión de líderes no dicen que vamos a descansar en los próximos años sino que, al contrario, vamos a tener que apretarnos el cinturón y además armarnos hasta los dientes, pasando de los escuetos presupuestos de defensa actuales – en torno al 1% del PIB– al doble de esta cifra. Algún periodista económico, impregnado del buen humor imperante en esta reunión de pre-verano, ha recordado que la fabricación y venta de armas también es una industria, y por tanto ofrece puestos de empleo y prosperidad. Vaya. No hacía falta semejante aclaración, creo. La fabricación de cualquier cosa, siempre implica trabajo, pero aquí lo que importa es recordar por qué motivo, en lugar de fabricar más pasta de sopa y exportarla, por ejemplo, hemos de doblar la producción de armas y el gasto en defensa.
La razón que se ofrece es sencilla: porque el mundo se está complicando y no precisamente en el sentido de una globalización que acerque a los pueblos, sino todo lo contrario. La invasión de Ucrania ha puesto a Putin en la posición pública de ser el autor de una crisis mundial con el retorno a la política militarista. Una dinámica nueva que arrastra a Europa, el continente que más sufrió de las guerras pasadas y que había abandonado la senda castrense como solución a los problemas hace muchas décadas.
Algunas voces disonantes dicen que tal vez no sea Putin el único responsable, sino que hay algo de torpeza política en el resto del líderes –particularmente Biden– en su reacción ante la crisis rusa. En materia geopolítica, no hay verdades absolutas y, por tanto, es lícito preguntarse si realmente esto no podía haberse parado antes. Ahora es mucho más complicado llegar a acuerdos para detener la guerra, y a pesar de los intentos de algunos en ese sentido –particularmente el francés Macron– esta parece no tener un final en el horizonte próximo.
La OTAN se reúne estos días en Madrid. Confiemos en que funcione bien el aire acondicionado, porque en verano la capital es África, un auténtico horno capaz de trastornar las cabezas más frías y bien amuebladas.
Planteo estas preguntas al lector:
¿A alguien allí, en Madrid, se le ocurrirá la idea de proponer que se junten los líderes de EEUU, Rusia y China en el monasterio de Piedra –marco incomparable de paz donde los haya– encerrados solos en una sala revestida con las fotos de los niños muertos en Ucrania , hasta que lleguen a un acuerdo para detener esta vergüenza? ¿Podrían hacerlo si quisieran? Y, usted lector, ¿qué cree?