Hace ya muchos años, escribí un artículo en “Franja digital”, bastante divertido, titulado Encamados. No lo he buscado ahora, aunque lo conservo, porque no es que quiera copiarlo o repetirlo, era otro momento y era para aquel momento. Supongo que algún incidente en los aledaños del poder me tenía soliviantada. Trataba de unos personajes muy literarios, citados por un autor en cuya familia, relataba con gracia, hubo uno que decidió vivir en la cama permanentemente. Era una forma de protesta, de desafección, una suerte de pasotismo, una pose, quizás una manera de esperar tiempos mejores o, acaso, de transitar hacia el final, dócilmente. Meterse en la cama y vivir en ella a salvo de todo, soñando con un mundo mejor.
Es posible que en este tiempo confuso que nos toca vivir alguien, sensible o romántico trasnochado, pueda tomar una decisión de ese tipo: alejarse de todo, dormir, soñar, vivir sin rozar siquiera la realidad. No encamarse en el sentido literal, pero sí evadirse, salir del “mundanal ruido”, olvidar los telediarios, las tertulias televisivas, dejar de lado la radio y los periódicos, alejarse de cualquier discusión sobre la cosa pública y sus gerifaltes, romper con su pasado, deshacerse de su carnet de partido… Y ya, libre de toda atadura impuesta, pasear, salir al campo, respirar y leer. Buena literatura, libre, auténtica, no esas birrias políticamente correctas que nos invaden.
Hay, por cierto, una película –¿o era una obra de teatro?– cuyo título no recuerdo y no he podido localizar, basada en alguna obra de Neville o Mihura, seguro, en la que uno de sus personajes lograba el más difícil todavía: vivía en la cama dispuesta como si de un vagón de ferrocarril se tratara. El personaje contaba con una mayordomo fiel y entregado que le iba avisando de las estaciones a las que llegaba y de las circunstancias meteorológicas del lugar en cuestión. También le informaba de los retrasos y otras incidencias. Y le preparaba un menú acorde con el lugar al que llegaban. Viajar encamado cómodamente, sin mareos, sin agobios de estaciones o aeropuertos atestados de personal, sin esperas, sin colas para facturar las maletas. Viajar, soñar, vivir en otra dimensión amable, mucho más amable que la que nos ha tocado en suerte.
Estos personajes divertidos pueden parecer excéntricos, pero me río yo de las personas normales. Algunas nos guían hoy desde su atalaya. ¿De verdad están más alejados de la realidad aquellos personajes que estos? ¿Está usted seguro, querido lector, de que nuestros adalides no viven en un mundo de fantasía? ¿No es su relato una quimera, un invento, el cuento de nunca acabar?
Yo, de momento, no voy a encamarme. No cuento con un mayordomo que me siga el juego ni un aposento similar a un cómodo vagón-cama de ferrocarril de los de antes. –Me viene aquí a la memoria la mujer de Tolstoi, que contrató un tren, con su saloncito decorado con ricos terciopelos, para ir a buscar a su marido ya moribundo, así sí–. Mejor, dejaré un tiempo de ver los telediarios y leer la prensa y saldré al campo a pasear. Y recitaré aquellos versos de Wang Wei:
“El hombre de antaño no fue oficial arrogante pues no ejerció en los ministerios del mundo. Quiso la suerte confiarle un puesto humilde, y que libre viviera entre unos cuantos árboles”.
Poesía para llenar el alma, no para presumir de lecturas que no se tienen, como han hecho nuestros dos próceres citando mal, ambos, a Antonio Machado. De donde no hay, no se puede sacar. Refrán sabio. No hay mal que cien años dure, dice otro. Ojalá.