Nuestro sistema de salud está, como tantas otras cosas, al borde del colapso. Los médicos de atención primaria, antes llamados de cabecera y ahora de familia, están desbordados y son claramente insuficientes para la demanda actual.
Un problema que la puesta en marcha, cuando se realice y si se lleva a cabo, de un nuevo centro de salud hará aún más evidente: más y mejores espacios para los mismos o incluso menos médicos. En el caso de los especialistas, la situación es aún peor; las listas de espera en el hospital de Barbastro en algunas especialidades alcanzan niveles muy preocupantes y la atención prioritaria que hasta ahora se presta, por ejemplo, a los afectados por cáncer, parece estar en riesgo por falta de oncólogos en la plantilla.
Este es un asunto grave que, visto en perspectiva, no deja de tener su lógica. Los recursos disponibles, en sanidad, educación o vivienda, siempre están por debajo de la demanda, ligeramente cuando las cosas van bien y ostensiblemente cuando van mal.
Es posible, desde luego, recordar con añoranza y aparente nostalgia tiempos pasados, pero si entonces las cosas parecían estar mejor era solo porque las expectativas y las necesidades eran significativamente menores. No hace tanto tiempo, aunque eso depende de la escala, estoy hablando de la segunda mitad del siglo pasado, que los médicos visitaban a domicilio o atendían en el suyo y un enfermero, practicante se decía entonces, iba de casa en casa a administrar la penicilina. Solía llegar a todas partes, pero un enfermo de cáncer en el medio rural y en una familia sin medios suficientes, podía darse por muerto.
El caso de los seguros privados es paradigmático. En algún momento, para familias con un poder adquisitivo medio, pudieron parecer la solución a los problemas de saturación del sistema sanitario público y seguramente lo fueron en los primeros momentos. Después, inevitablemente, la demanda desbordó ampliamente la oferta y las colas en ambos sistemas, el público y el privado, atendidos además por los mismos profesionales, se han igualado ya para las especialidades con mayor demanda. Nada que la teoría de los vasos comunicantes no haya explicado ya.
La física, con la que los autores de un libro reciente están intentando conciliar el Génesis y la teoría del Big Bang, –ver el artículo de Pedro Escartín de la semana pasada– encuentra también su utilidad en otro de los problemas de la civilización post industrial: los que llevamos muchos años viajando a Zaragoza por razones de estudio, trabajo, médicas o de ocio, hemos visto de todo en esa carretera.
Había muchos menos coches, y ya la carretera se saturaba con facilidad en cuanto se juntaban dos camiones y un autobús. Hoy, sin necesidad de hablar del escándalo que supone la travesía de Huesca, cuyo mantenimiento en el estado actual debería ser constitutivo de delito no amnistiable, es posible encontrarse cualquier fin de semana o en hora punta de cualquier otro día, con los mismos problemas, pero a la escala de los tiempos. Aquí el principio físico a aplicar es el que sostiene que los coches, como los gases, ocupan siempre todo el espacio disponible.
Otra interesante ley física, enunciada por sir Isaac Newton en 1687, es el principio de acción y reacción o tercera ley de Newton. La ley dice que por cada acción siempre hay una reacción igual y opuesta. Una reacción que, en política, rara vez se limita a restaurar el statu quo ante… y una ley que quizá, a la vista de la reciente historia de Europa y no tan reciente de España, debería ser tenida en cuenta por la clase política actual. Pero eso ya lo tocaremos otro día. O quizá, mejor no.