Quiero compartir la experiencia inigualable vivida durante la peregrinación a Roma con la unidad pastoral de Graus. Y ofrecer como regalo a toda la Diócesis la réplica del Cristo de san Vicente Ferrer bendecida por el Papa con el único deseo de que seas testigo del resucitado.
Cristo sigue siendo el mejor regalo recibido. El único que nos permite ensanchar el espacio de la tienda común y nos ayuda a “eucaristizar la vida”, esto es, a poner a Jesucristo Eucaristía, como centro de todo lo que somos y tenemos.
Permitidme que utilice, hoy y las próximas semanas, el relato de los discípulos de Emaús (Lc. 24, 13-35).
NOSOTROS ESPERÁBAMOS (el perdón y la misericordia entrañable Dios)
Los discípulos de Emaús regresaron a casa porque se negaron a aceptar la evidencia de los hechos, prefirieron romper la comunión y decidieron regresar a su hogar, vacíos y desilusionados. Era, hasta cierto punto, lógico. Lo habían perdido todo. Habían perdido a quien les había hecho recobrar el sentido de sus vidas.
También, de hecho, las pérdidas se instalan en nuestras vidas y en nuestras mentes: la pérdida inexorable de la juventud (edad), la pérdida de la salud, la pérdida de nuestras capacidades física e intelectuales, la pérdida de la familia más directa, la pérdida de nuestras propias raíces (patria, pueblo, hogar), la pérdida real de poder, de responsabilidades, de confianza, de seguridad…, la pérdida del estatus y de prestigio social, la pérdida de la inocencia e ingenuidad primeras, la pérdida de la fraternidad, de la amistad, intimidad, amor…
Nadie puede escapar de las angustiosas pérdidas que forman parte de nuestra existencia diaria. Pero por encima de cualquier otra pérdida está la pérdida de la fe, la pérdida del convencimiento de que nuestra vida tiene sentido. ¿Qué hacemos con nuestras pérdidas? Esta es la primera pregunta que tenemos que afrontar: ¿tratamos de ignorarlas?, ¿seguimos viviendo como si no fueran reales?, ¿se las ocultamos a quienes nos acompañan en el camino? ¿culpamos a alguien de ellas?