Ahora y siempre
Ángel Pérez Pueyo Obispo de Barbastro
Ahora y siempre

‘Eucaristizar’ la vida (II)

Ángel Pérez Pueyo Obispo de Barbastro
23 abril 2023

¿Qué hacemos con nuestras pérdidas?, os preguntaba la semana pasada, a propósito de los discípulos de Emaús. La mayoría de nosotros solemos lamentarnos y afligirnos. Y al sentir el dolor de nuestras pérdidas, nuestro corazón afligido nos hace abrir los ojos interiores a un mundo en el que se sufren pérdidas que exceden con mucho nuestro reducido mundo familiar o profesional.

Es el mundo de los prisioneros o de los refugiados de guerra, de los enfermos de sida, de los niños que mueren de hambre, de los jóvenes que no encuentran trabajo, de tantas personas que han sido víctimas de inundaciones o temblores, de cuantos viven todavía el horror de la guerra, del hambre, de la enfermedad, de la soledad… Entonces el dolor de nuestro corazón nos conecta con el llanto y los gemidos de la humanidad que sufre. Y nuestro lamento se hace aún mayor que nosotros mismos.

Y llegamos a la Eucaristía con el corazón roto por muchas pérdidas, las nuestras y las del mundo. Como los dos discípulos de Emaús que regresaban a su aldea, decimos: “¡nosotros esperábamos…!”. La cuestión de fondo es si nuestras pérdidas dan lugar en nosotros al resentimiento o al agradecimiento. Con frecuencia, nos puede el resentimiento, que es una de las fuerzas más destructivas que hay en la vida. Es una fría ira que se instala en el centro mismo de nuestro ser y endurece nuestros corazones.

La Eucaristía, sin embargo, nos ofrece otra alternativa: la posibilidad de optar, no por el resentimiento, sino por el agradecimiento. Las lágrimas producidas por nuestra aflicción (cfr. el caballero de la armadura oxidada) pueden ablandar nuestros corazones endurecidos y abrirnos a la posibilidad de dar gracias. (Eucaristía significa acción de gracias).

Vivir eucarísticamente es vivir la vida como un don, como un regalo por el que uno está agradecido. Este es el gran misterio que celebramos, que a través del dolor por nuestras pérdidas, llegamos a experimentar la vida como un don. La belleza y el valor inmenso de la vida están íntimamente relacionados con su fragilidad y su caducidad.

Celebrar la Eucaristía exige de nosotros vivir aceptando nuestra corresponsabilidad por el mal que nos rodea y nos invade. El ¡Señor, ten piedad! debe brotar de un corazón contrito. En contraste con un corazón endurecido, un corazón contrito no acusa sino que reconoce su propia parte de culpa en el pecado del mundo y, por eso mismo, está preparado para recibir la misericordia de Dios.

Por supuesto que todos anhelamos un mundo mejor, a todos nos gustaría que nuestra institución fuera más coherente y evangélica, que nuestra comunidad fuera realmente un hogar donde pudiéramos vivir en paz y armonía…

Pero hemos de admitir nuestra incapacidad para poder cambiar de carácter y de costumbres, nuestras envidias y resentimientos, nuestros accesos de ira y de venganza, nuestra violencia incontrolable, las infinitas muestras de crueldad humana… Todo eso nos ha hecho ver la amarga verdad de que nuestra ingenua y fresca esperanza ha sido crucificada.

Y sin embargo, las otras historias están también ahí: historias de personas que lo vieron de forma distinta: con gestos de perdón y reconciliación; con bondad, belleza y verdad… Y cuando entramos en lo profundo de nuestro corazón constatamos que hay un ansia de amor, de unidad, de comunión que no desaparece jamás. Es la primera de las mediaciones para ver al Resucitado.

¡Señor, ten piedad…! He aquí la oración más sencilla y a la vez más profunda que no deja de brotar de nuestro ser. Es la oración que desde hace años también yo vengo utilizando.

Suscríbete aquí a nuestra nueva newsletter

Más en Ahora y siempre