La palabra de Dios es:
Un sacramental, lugar privilegiado para el encuentro con Jesús ya que está llena de su presencia, y que, como tal, hace presente lo que expresa. El poder de la Palabra radica en su capacidad de transformarnos ya que realiza su obra divina mientras escuchamos.
Viva porque la pronuncia un Dios de vivos, un Dios de presencia cercana y continua en la historia de los que ama.
Es la que ofrece una esperanza alternativa a los cansancios, desilusiones y tragedias de tantas oportunidades perdidas y desaprovechadas, de tantos desprecios infligidos al otro visto como adversario.
Que denuncia nuestra falta de confianza en la acción salvadora de Dios sobre nosotros y sobre los demás a la vez que ilumina las maldades de las que hemos sembrado nuestra historia.
Es memoria de que Dios ha pasado a nuestro lado, de que Dios sale a mi encuentro como acompañante respetuoso de mis miedos, como conversador atento a mis necesidades, como amigo de gesto pronto, cariñoso y comprensivo de mis caídas y pasos en falso, que me sana cuando la escucho aquí y ahora.
Nos convierte en parte de la gran historia de nuestra salvación. Nuestra pequeña historia es integrada en la gran historia de Dios, en la que se le asigna un lugar único.
Sin la Palabra, que nos eleva a la categoría de personas escogidas por Dios, nos quedamos o nos convertimos en pequeñas y pobres personas atrapadas en la miserable y dolorosa lucha diaria por sobrevivir. Sin la Palabra, nuestra vida apenas tiene sentido, vitalidad ni energía. Sin la Palabra, no pasamos de ser personas insignificantes, con inquietudes insignificantes, que viven una vida insignificante, y mueren una muerte no menos insignificante. Sin la Palabra, nuestros esporádicos dolores y tristezas pueden extinguir el Espíritu dentro de nosotros y hacernos víctimas de la amargura y del resentimiento.
Necesitamos la Palabra que nos hace reconocer su presencia y nos da el valor necesario para liberarnos de nuestra dureza de corazón y ser agradecidos.