¡Era verdad, había resucitado! La Eucaristía concluye con la misión: “Id y contad lo que habéis visto y oído”. Pero no se nos envía solos. Se nos envía con nuestros hermanos que también saben que Jesús habita en ellos. La dinámica que brota de la Eucaristía es la que va de la comunión a la comunidad y de la comunidad a la misión.
La Iglesia es la asamblea (comunidad) de los llamados por el mismo Señor para hablar en su nombre de las maravillas de una Alianza nueva y decisiva del Señor con su pueblo. La Iglesia es el lugar de la fidelidad de Dios a su creación. La fe, el mensaje de la Palabra, la fracción del pan, la eficacia y significatividad de la misión, sólo son posibles si brotan del fondo de la asamblea reunida en un mismo sentir.
Los individualismos fueron desterrados y proscritos de la nueva comunidad cristiana desde el primer momento. Es la consigna del Maestro: ¿por qué discutís sobre quién ha de ser el primero entre vosotros? El que quiera ser primero que se haga servidor de todos. Una consigna verdaderamente alejada de los parámetros que organizan el mundo en que nos toca vivir hoy.
El perdón, la Palabra, la fracción del pan, la comunión y la misión compartida han sido las cinco mediaciones extraídas de la Eucaristía (vida) que hemos sugerido como ámbito privilegiado para reconocer a Jesús como viviente y resucitado. Desembocan en Jesús, como fuente de sentido y de vida, como reconstitutivo de cansancios, miedos y abatimientos.
Lucas ha ofrecido su texto como una gran aparición de Jesús, donde el reconocimiento de Jesús por parte de sus interlocutores ha sido fruto de una experiencia de fe viva. Nosotros estamos llamados a enrolarnos en este gran torbellino de testigos que han experimentado una fuerza vital nueva que marca su vida con una alegría indescriptible.
Una fuerza vital que les enseña a escrutar la sencillez del discurrir de la vida para advertir en sus hilos la presencia vivificadora del Señor. El mismo que les promete su presencia en el Espíritu y su compañía perenne.