Con mucha frecuencia se menciona el nombre de Europa con el latiguillo de “el viejo Continente”, como si el resto del planeta tuviera diferentes edades, según a qué horas se pone el sol.
Naturalmente esta artificiosa construcción cultural de los propios europeos es un alarde de etnocentrismo y probablemente de exageración del valor absoluto de la civilización grecorromana.
Si fuéramos coherentes con la verdad de nuestros orígenes europeos, el más viejo de los territorios sería el norteafricano, o el Medio Oriente para los europeos del Sur. Pero los chinos, que gozan de una cultura ininterrumpida que suma más de siete milenios, seguramente podrán reclamar mayores derechos. Por no hablar de Egipto, con sus seis mil años de historia grabada en piedra y que, en este caso sí, es origen de la cultura occidental. La tradición grecolatina, es decir, la estrictamente europea, es mucho más reciente.
Los antropólogos calculan la edad del Homo Sapiens –o sea, nosotros mismos tal como somos hoy– en unos 100.000 años, apenas una gota en el tiempo de existencia del planeta.
Si observamos una vara de sastre de un metro, dividida en mil milímetros, y consideramos que cada milímetro son cien años, y por tanto sería representar un milenio por cada centímetro, el total del metro representaría esos 100.000 años del Homo Sapiens.
Solo en los dos últimos centímetros y medio estarían los modernos europeos, que se corresponderían con nuestros clásicos griegos , es decir, la cultura de la que tanto nos ufanamos y hacemos gala.
Poco más de dos centímetros de la vara de sastre, eso es lo que llevamos de existencia cultural, por no ponernos a comparar esta medida de la civilización con la edad de la Tierra calculada en 4.550 millones de años que, medidos con la misma vara, sería necesario hacerlo añadiendo a estos dos centímetros y medio finales, un paseo recorriendo dos tercios de la carretera que lleva de Barbastro al Monasterio del Pueyo.
Pero hay que reconocer que, en ese breve espacio que llevamos de cultura, la influencia de Europa y Occidente han sido colosales y el mundo de hoy es en gran medida resultado de esa Historia.
Y aunque es verdad que no todos los países son herederos de la sabiduría occidental, sí se puede afirmar que la profundísima huella dejada por el continente europeo –que representa menos del siete por ciento de la superficie del Planeta– lo ha influenciado por completo, en mayor o menor medida, para bien o para mal.
La filosofía, la imprenta, la medicina científica, la revolución burguesa y liberal, el calvinismo, el marxismo; el automóvil, la fotografía, el cine y la televisión; el ferrocarril y la aviación y hasta la exploración del espacio, entre otras muchas, son invenciones genuinas del pensamiento, la ciencia y la tecnología europeas.
Junto a ello, y como contrapunto, hemos sido protagonistas a lo largo de los siglos de terribles guerras; hemos ejercido de invasores, inventado la Inquisición y creado regímenes totalitarios, represores, sanguinarios, genocidas y constructores de gulags.
Nos hemos matado mutuamente con gas mostaza y hemos basado –durante siglos– nuestras economías en la explotación y el esclavismo más atroz. Todo eso a la vez, lo malo y lo bueno, es parte de Europa. Y es esta nuestra propia Historia en la que debemos mirar sin dejarlo de hacer un solo día.
Los terribles hechos que están sucediendo estos meses en Ucrania y Rusia sorprenden al mundo casi tanto como lo conmueven, y confirman como ningún otro argumento que nunca debemos olvidarnos de que todas las fieras malignas del Hombre en la Historia siguen sueltas.
Y de nuevo, mientras nos seguimos mirando el ombligo carpetovetónico, galo, holandés o alemán, se nos plantea el dilema del futuro: ¿Qué queremos hacer realmente con Europa?