Al pasar hace unos días por la plaza del Mercado, la mirada me quedó fijada en el nuevo destrozo (si no llevo mal la cuenta, es al menos el segundo) de las letras que identifican a la ciudad donde se ubican. Sin entrar en el acierto estético de los munícipes que promovieron la colocación de este letrero, pues para gustos hay colores, es indudable que forma parte del mobiliario urbano, con la intención, laudable a todas luces, de dar un toque localista a uno de los espacios más emblemáticos de la ciudad.
Inmediatamente pensé en los motivos que pudieron mover a los autores del destrozo y me vino a la mente la palabra “iconoclastas”, aunque con alguna diferencia no despreciable. La iconoclastia fue un movimiento, que floreció entre los siglos VIII y IX, en contra de las imágenes religiosas, no por odio a la religión, sino todo lo contrario: en aras de la repugnancia que la gente culta sentía hacia la ingenua piedad de la plebe.
Entonces fue un emperador, León III el Isáurico, quien ordenó la destrucción de las imágenes, en parte por entrometerse en el gobierno de la Iglesia –tendencia que siempre ha encantado a algún que otro gobernante–, en parte por no mostrarse inferior a sus nuevos vecinos, los musulmanes, que abominaban de toda representación de las cosas divinas.
No han pasado en vano más de doce siglos desde aquellos aconteceres. Los actuales iconoclastas actúan contra el mobiliario urbano y, en cuanto a sus motivaciones, ¡vaya usted a saber! Porque, si se trata de una protesta, disponen de cauces civilizados para hacerla patente sin que la reposición del destrozo recaiga sobre el erario público, que también es de ellos; si los motivos tienen que ver con la estética urbana, olvidan lo de los gustos y los colores, y que vivir en sociedad reclama una dosis indispensable de tolerancia hacia las preferencias de los demás, mientras no hieran flagrantemente la moral y el buen gusto; y, si no quieren mostrar inferioridad respecto de otras gentes y lugares, hay mejores ejemplos en los que fijarse.
En el siglo VIII, fue el doctor de la Iglesia Juan Damasceno quien desenmascaró el sinsentido de la iconoclastia; ahora corresponde a toda la ciudadanía la tarea de educarse y educar el respeto y cuidado, en todos sus aspectos, de los espacios públicos.